D. Ramiro

D. Ramiro ya no tenía ganas de salir, se encontraba mejor quieto, cerca del fuego. El monasterio era muy frío y sólo las llamas le aliviaban. Era mayor, se sentía mayor. Tiempo sin poder y poder sobre el tiempo que le quedaba, poco; los años no se cumplen, se pierden. Hacer no hacía mucho. Recordar sí; la quietud estimula la memoria y el presente la soporta. El presente: levantarse tarde, comer, leer algún pergamino y silencio, silencio compartido con los monjes. Nunca fue de muchas palabras, su acto más célebre no las necesitó. Los Alfonsos habían cambiado su vida, desde el primero el séptimo, pasando por ninguno. Deseos subyugados por deberes y obligaciones que le dieron mujeres hoy ausentes: Inés, Petronila... El destino se equivocó con él, no fue elegido por voluntad del elegido, si no por los contrarios a la misma; contrariedad que hizo de su vida un servicio sin deseo. Piensa en ese momento en que finalizó su poder, porque siempre hay un momento que nos separa de lo acabado, como si la suma de lo anterior no fuera capaz de saltar el precipicio y tuviera que hacerlo uno solo, “verdad D. Ramiro”. “¿Qué ves desde aquí?”, “Conspiraciones, incursiones, sangre y ruido, mucho ruido”, “no te preocupes, el tiempo es continuo y circular, lo que comenzó en un monasterio allí mismo termina”.

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