Morir a los diecisiete

El uso de las redes sociales y muchos contenidos de internet contribuyen a que los jóvenes reproduzcan y asuman los esquemas machistas que están en la base de la violencia de género. Necesitamos herramientas para hacer frente a esta realidad.

Concentración en Zaragoza contra la violencia machista.
Concentración en Zaragoza contra la violencia machista.
Oliver Duch

El año 2019 ha arrancado de manera terrible, con siete asesinatos de mujeres confirmados como actos de violencia machista hasta el momento en que escribo, y algún caso más por confirmar. La violencia de género no es un asunto privado, es una amenaza para la mitad de la población y afecta en todo momento al derecho humano más fundamental y básico: la dignidad física y moral, la misma vida. La última víctima mortal en el pasado enero tenía 17 años y su verdugo, que ejerció sobre ella una furia extrema, 19. El hecho produce espanto en sí mismo y también como brutal ápice visible de un iceberg que debe preocuparnos: la violencia machista se reproduce en edades muy tempranas. Claro que es un problema muy complejo, que arrastra causas históricas estructurales e incorpora además la manifestación de actitudes no empáticas, propias de las épocas de crisis, pues -como dicen las conclusiones de un estudio realizado en diciembre de 2018 por el Instituto Aragonés de la Juventud- "los jóvenes no hacen sino transmitir y reproducir la sociedad en la que viven". Pero hay puntos concretos constatables que quizás nos ayuden a reflexionar. Quisiera ahora detenerme nada más que en algunos relacionados con la progresiva e imparable digitalización de nuestra sociedad.

Se ha explicado ya en muchos foros y ocasiones que las redes sociales muestran con claridad que en ellas se reproducen los esquemas sexistas de la sociedad: desde la mayor exposición física y emocional de las chicas o el control que parte de ellas reconoce sufrir por sus parejas a través de las redes, hasta el mayor uso que hacen los adolescentes chicos de la pornografía online, aunque es cierto que el acceso a los contenidos pornográficos se produce a través de Internet a muy temprana edad en ambos géneros: 11 años es la edad media de inicio.

Con ser temas serios ante los que urge interponer herramientas formativas, lo que realmente los convierte en una bomba social de cara al futuro es, por decirlo de una forma general, la falta de criterios con que manejamos nuestras acciones digitales y la inconsciencia respecto a sus consecuencias en el resto de nuestra vida. Estamos ya ante las primeras generaciones que están construyendo su identidad personal a caballo entre la vida virtual y la terrestre, pero, contrariamente a lo que cabría esperar, da la sensación de que gestionan este doble ámbito con dificultad. Debemos ayudarles a aprender que vida virtual y vida terrestre son ya una misma realidad continua, en efecto, y que por tanto nuestras acciones virtuales también se incorporan a nuestro tiempo físico e interaccionan en él, tanto si es para nuestra satisfacción como si supone frustración o peligro.

Pero, quizás, sobre todo debemos aprender (y esto es un poco más complicado) que no todos los contenidos que encontramos en la red pueden ser asumidos sin filtro. Es muy alarmante constatar que el 81% de los adolescentes chicos, entre los 13 y los 18 años, que frecuenta pornografía online, entiende dicha pornografía como una conducta sexual normal. Evidentemente se trata de una pornografía hegemónicamente masculina, que cosifica a la mujer. Si pensamos que una de las categorías de estas plataformas es el ‘gangbang’ (traducido unas veces como sexo ‘en grupo’ y otras directamente como ‘violación múltiple’), quizás empecemos a preocuparnos un poco más; sobre todo, si pensamos que el 25% de los agresores participantes en ataques sexuales múltiples (registrados desde 2016) eran menores de edad (datos en ‘http://geoviolenciasexual.com’).

Un problema que hemos aún de resolver es cómo construir las herramientas filosóficas y sociológicas para gestionar las categorías éticas de una realidad nueva, que pasa y pasará por las pantallas, en las que, por ejemplo, contenidos ciertos y fingidos se muestran en el mismo plano, donde lo más terrible puede ser banal y viceversa. Si no queremos que la magia potencialmente beneficiosa de la tecnología nos atrape en una oscura paradoja, no hay tiempo que perder.

Luisa Miñana es narradora y poeta