Sexy y Machito

El trato que tenemos con los animales nos revela cosas sobre nosotros mismos.

Querer a los pájaros no pasa por tenerlos enjaulados.
Querer a los pájaros no pasa por tenerlos enjaulados.

Los únicos animales que he tenido fueron un par de diamantes mandarines, regalo de un amigo que debió de verme demasiado solo entre las cuatro paredes de mi casa. A ella, de blanco plumaje, la llamé Sexy. Y a él, cuyo aspecto apenas recuerdo, Machito. Si hoy me turba el machismo de tales nombres, más me arrepiento de haber tenido a sus portadores enjaulados y de haber sido desaprensivo con ellos, por ignorancia, sobre todo, pero también por alguna que otra razón menos confesable. Tratar con animales revela cosas de uno.

Han pasado los años y hoy sé que los diamantes mandarines proceden de nuestras antípodas, que forman parejas que solo separa la muerte, que el padre y la madre se turnan en el empolle, que los jóvenes emancipados mantienen la relación con sus progenitores, que forman grupos de unos treinta individuos, que son muy sociables y que aborrecen la soledad. Entonces no quise saber nada de esto. Me ceñí al agua, al alpiste y a limpiar la jaula. Ni un trocito de fruta les di, con lo que ahora me consta que les gusta y conviene. Además, por divertimento, los sometí a estúpidos experimentos conductistas, como situar su jaula junto a la televisión cuando había documentales naturalistas. Ya he confesado que estoy avergonzado y arrepentido.

Al cabo de unos meses, Sexy amaneció muerta. Supe que algo pasaba porque al despertarme no oí el habitual gorjeo de la pareja. Machito guardó silencio tres días. Los conté. Cuando murió dos años después, me consoló no seguir siendo su carcelero, pero fue mayor el alivio de no tener que ocuparme más de él. Como si en verdad antes me hubiera ocupado.

jusoz@unizar.es