Tercer Milenio
En colaboración con ITA
La (humana) manía de clasificarlo todo
Nuestro cerebro maneja un sofisticado sistema de clasificación. Es cuestión de supervivencia: no tenemos ni tiempo ni recursos mentales suficientes para andar analizándolo todo permanentemente, así que organizamos la información por categorías. Pero los cajones del cerebro también esconden sesgos y prejuicios.
Imagina que un día, nada más llegar al trabajo, te llaman al despacho del jefe, que te suelta:
Buenos días, Fernández. Le he hecho llamar porque quiero confiarle una misión importante. Muy importante. Que deje lo que tenga entre manos y, a partir de hoy, lo clasifique todo.
¿Se refiere a nuestros proyectos actuales? ¿O, quizás, a las fichas de los empleados? preguntas desconcertado.
No, no, no... Creo que no me está entendiendo.
Tu jefe apoya los codos sobre la mesa, entrelaza las manos, coloca la cabeza sobre sus puños y te mira fijamente a los ojos. Luego hace una pausa que a ti se te hace eterna antes de explicarse.
Me refiero a todo, al mundo entero, absolutamente a todo, Fernández. Quiero que cree un sistema de categorías que abarque todo lo que existe, sin excepción.
Con todos mis respetos, creo que me está pidiendo usted una misión imposible.
Imposible, desde luego, no es. Porque tu propio cerebro tiene un máster en ese encargo que acaban de hacerte. Si puedes reconocer el rostro de un amigo tanto a plena luz como en penumbra, con un peinado moderno o ataviado con una peluca rubio platino, con una barba hípster y hasta maquillado para la fiesta de Halloween, es porque a tu sesera se le da de maravilla transformar la información que llega a tus sentidos en un número concreto de categorías y objetos. El mundo cambia sin parar. El bombardeo de estímulos es apabullante y variopinto. Pero, con una naturalidad pasmosa, tu cerebro traduce toda esa variedad a una serie de categorías que apenas cambian y que te permiten entender al instante cuanto sucede y manejarte cómodamente por el mundo sin apenas titubear.
Los cajones del cerebro
Toda la información que recabas a diario llega en primera instancia al hipocampo, una estructura con forma de caballito de mar que rápidamente la organiza y la distribuye por categorías en el cerebro, dentro de cajones o estantes mentales, sin que eso te suponga ningún esfuerzo. Algunas de esas categorías son semánticas, es decir, que tienen que ver con si se trata de animales, plantas, personas, objetos, lugares o acciones. Con si es comestible o no. Con si se mueve o no. Pero también hay criterios de clasificación que atienden a lo relevante que es la información para nuestra supervivencia y la supervivencia de los demás. En este caso, los estímulos que suponen una amenaza, y también los que alertan de una oportunidad para crecer o expandirnos, ocupan las categorías superiores.
Si nuestro amigo Fernández quisiera cumplir la misión encomendada por su superior, una de las cosas que debería tener en cuenta es que muchas categorías son difíciles de definir, y que se organizan alrededor del mejor ejemplo, del prototipo, ese que reúne las características estándar. Pensemos por ejemplo en el cajón mental sillas. Veremos un montón de tipos de sillas a lo largo de nuestra vida, y las catalogaremos inmediatamente como tales, incluso si tienen cinco patas. Y lo mismo pasa con otras categorías como camiones, payasos, nubes, cámaras de fotos, perros o muñecos de peluche. A la hora de establecer nuestros cajones mentales nuestra referencia no es la definición ortodoxa de perro como "animal doméstico de cuatro patas que ladra". Porque lo cierto es que somos capaces de reconocer a un chucho aunque no ladre o haya perdido una pata.
Este concepto es importante porque, cada vez que se ha intentado emular esta capacidad de disposición y colocación en máquinas, los expertos se las han visto y se las han deseado. Si adiestras a un programa informático acerca de que un canario, un gorrión, un petirrojo y un pájaro son pájaros, no incluirá en esa categoría a un pavo real o a un pingüino la primera vez que los vea si no se lo dices expresamente. Tu cerebro, sin embargo, puede que sí lo haga.
La explicación es muy sencilla: guardamos un as en la manga. Cuando vemos un animal y queremos saber si pertenece a la categoría pájaro, lo primero que hacemos es aplicar la estrategia del prototipo, es decir, compararlo con una idea abstracta general de pájaro. Una tarea que, según demostraron hace poco Boris Suchan y sus colegas de la Universidad de Ruhr de Bochum (Alemania), desempeña el giro fusiforme izquierdo del cerebro. Pero si resulta que no coinciden, como en el anterior ejemplo del pingüino, no nos paramos ahí, ni mucho menos. En ese caso, entra en juego el hipocampo izquierdo, que se dedica comparar el animal con múltiples ejemplos dispares de esa misma categoría. Y normalmente, voilà!, acertamos con el veredicto.
Que nuestro sistema de clasificación sea tan sofisticado está más que justificado. Si lo piensas un poco, no tenemos ni tiempo ni recursos mentales bastantes para andar analizándolo todo permanentemente. Así que, por una cuestión eminentemente práctica, necesitamos manejar categorías. Solo clasificando el mundo que nos rodea según esquemas preestablecidos podemos desenvolvernos y sobrevivir.
Sesgos y prejuicios
Calsificar también tiene su lado negativo, sobre todo aplicado a personas: los sesgos mentales. Asignamos a cada categoría humana unos prejuicios positivos o negativos. Por ejemplo, es habitual que pensemos que los atletas son personas sanas, que los enfermos mentales son peligrosos o que las personas de color son más violentas, entre otros sesgos inconscientes que han detectado los científicos.
Lo preocupante del asunto es que, una vez que tenemos un concepto negativo de un colectivo (de una categoría), tendemos a afianzarlo. Por el sesgo de confirmación, que selecciona la información que corrobora nuestras presunciones y desecha la que las refuta. Pero también por el sesgo de negatividad, o lo que es lo mismo, la actividad traicionera de una región del cerebro llamada polo temporal. Hugo Spiers, neurocientífico del University College de Londres (Reino Unido), demostró hace poco que cuando nos dan una información negativa de un grupo humano, ya sean los adeptos a una religión o los seguidores de un grupo de música, las neuronas del polo temporal anterior entran en ebullición y la afianzan como prejuicio.
La única forma de escapar a esta tendencia es poner a funcionar a la corteza prefrontal medial, sede de la empatía, y asegurarnos de formarnos una opinión de cada individuo fundada, obviando el estereotipo de la categoría en la que nuestro cerebro lo ha encasillado.