Telefonía

Las cabinas de teléfono están a punto de desaparecer de nuestras calles.

En los últimos años las cabinas de teléfono han sido víctimas propiciatorias del vandalismo.
En los últimos años las cabinas de teléfono han sido víctimas propiciatorias del vandalismo.
Guillermo Mestre

Nunca he frecuentado cabinas de un sex shop. Y tampoco esas otras donde puedes recibir una sesión de rayos UVA. Por contra, una vez estuve en la cabina de un avión, antes de su despegue, mientras el piloto comía un croissant, lo cual me infundió una confianza enorme en aquel hombre. Y también he pisado las de funiculares y teleféricos, a lo Tintín, que me animan el alma. Pero en mi vida, si hago recuento y procuro que los recuerdos no se desmiguen, hay, en ese género de las cabinas, una que sobresale. Me refiero, por supuesto, a las de teléfono, que lo fueron todo y hoy no son casi nada, acaso números rojos porque Telefónica dice, ojo al parche, que pierde al año, con ellas, cinco millones de euros.

Pronto van a desaparecer. Resulta lógico. Y antes de que eso ocurra hay que hacer uso de una para recordar quiénes éramos. Y voy más lejos. Propongo que dejen en Zaragoza una cabina que funcione, de primera generación, con puerta, como en la que entra la actriz Tippi Hedren en la famosa película de Hitchcock donde las gaviotas se pasan de la raya. Se haría famosa entre los turistas sentimentales, como la que hubo en el desierto de Mojave, no tengo ninguna duda. Y desde esa cabina, ahora, se podría hablar con la Casa Blanca y preguntarle a Trump por el nombre de su peluquero, un oficio nada fácil. O llamar a Arabia Saudí para confirmar quién asiste a un curso básico sobre derechos humanos. O llamarnos a nosotros mismos, algo muy aconsejable si se consigue centrar la conversación.

Fernando Sanmartín es escritor