Reconocer la vanidad

El deseo de reconocimiento es un motor del progreso humano, pero se confunde fácilmente con la vanidad.

La frustración por la falta de reconocimiento se cura tratando de ser mejor.
La frustración por la falta de reconocimiento se cura tratando de ser mejor.

Hace unas pocas semanas, la extensión de esta columna se redujo una cuarta parte, en favor del espacio del que disponen quienes publican justo encima. Pues bien, no negaré que me dolió el recorte. Podría decir que lo lamento por el público, que en adelante gozará de cien palabras menos de mi pluma. Y también podría argüir la pena de tener menos terreno para desplegar mis ínfulas literarias. Sin embargo, lo que de verdad me lacera es una sensación semejante a la que sufre quien tiene que irse a un despacho más pequeño, o a una mesa peor situada en la oficina.

En un primer momento, estuve convencido de que dicha aflicción procedía de una herida abierta en la víscera que regula el orgullo, la vanidad, la soberbia y demás sentimientos que alimentan el narcisismo, la plaga de nuestro tiempo, como le gusta decir a un amigo mío. Después, a partir de un artículo reciente de José Javier Rueda en este periódico, averigüé que el politólogo Francis Fukuyama sostiene que el ‘deseo de reconocimiento’ es el motor natural del progreso humano. Aunque sospecho de todo aquello que se anuncia como ‘natural’, la verdad es que empecé a dudar si en esencia padecía de narcisismo, enfermedad incurable que lleva al desastre, o bien de un deseo frustrado de ser apreciado, que se supera tratando de ser mejor.

En todo caso, el dolor va remitiendo. He decidido ver las ventajas de la nueva situación, como lo es que con el tamaño de cuatro artículos de antes, ahora me salen cinco. Eso sí, aún no he conseguido encajar bien que nadie haya manifestado su malestar por el hecho de que mis columnas sean ahora más cortas.

jusoz@unizar.es