Leche, ciencia y hechos

Las verdades de la ciencia no son cuestión de fe, aunque a veces se transmitan de esa manera.
Las verdades de la ciencia no son cuestión de fe, aunque a veces se transmitan de esa manera.
Krisis'18

En mi infancia y adolescencia íbamos a diario a comprar la leche a la vaquería. Casi siempre un litro, con una botella de vidrio que reutilizábamos mientras no se rompía. ¡Más de una vez fueron líquido y envase al garete! Al llegar a casa, el ritual era el mismo. Cueceleches, hervir, vigilar y procurar que no rebosara. Cuando sucedía, se inundaba la casa del olor característico a leche quemada. Después, reposar y, al enfriarse, rescatar el par de dedos de nata… que nunca me gustó, pero a mi hermana, mi madre y mi abuela les servía para disfrutar de una o dos rebanadas de pan y azúcar. Aquella leche tenía sabor y densidad. Nunca la bebimos sin cocer. Era un regla básica. Mi abuelo tuvo ‘fiebres maltas’ de niño y por ese motivo lo tenía muy claro: hay que hervir la leche. Era un ritual social pero no una cuestión de fe ni una creencia, habíamos aprendido de su experiencia.

Después, cuando en COU estudié Biología, la profesora nos explicó los microorganismos, entre otras cosas, el germen de la brucelosis, unas lecciones incipientes sobre los virus y el papel fundamental de Louis Pasteur en la génesis de la microbiología y la, entonces en pañales, inmunología. Con aquellas ‘nuevas’ palabras y terminología podía explicar técnicamente por qué en mi casa tenían razón al hervir la leche. Solo tenía que repetir el relato científico de mi profesora quien, a su vez, reproducía la explicación transmitida por sus profesores y las publicaciones que entonces confirmaban el modelo de la doble hélice del ADN de Watson y Crick, añadiendo nombres como Linus Pauling o Rosalind Franklin. Entonces, como ahora, esa parte del conocimiento científico se transmitía a modo de verdad que uno debía creer -y reproducir- porque alguien -un científico- en algún lugar había llegado a esa conclusión. Algo que, después al pasar dos años mal estudiando Ingeniería Industrial, comprobé que se daba en las demás disciplinas que forman lo que algunos, de manera simplista y reduccionista, llaman ‘la ciencia’.

Afortunadamente, después de muchas lecturas y conversaciones, he comprobado que esa manera de proceder dogmática y acrítica tiene alternativas. Si se dice en singular ‘la ciencia’, es un atajo, una trampa lingüística y una ficción pero, sobre todo, es una institución social. Es un quehacer, siempre en construcción, donde sus mejores obreros saben reconocer los límites de su trabajo. Saben que la ‘doxa científica’, la opinión científica, construye en diálogo e intersubjetivamente el conocimiento que damos por válido… mientras no tenemos otra mejor opinión. Se sabe en proceso, en búsqueda de la mejor explicación, contrastada y comprobada de manera crítica. Estudiar esa ‘ciencia’ requiere indagar cómo se produce el conocimiento científico, cómo se escribe y cómo se transmite. Entonces se abre un mundo de preguntas por responder y se descubre una actitud ante la vida sostenida en la curiosidad y la duda como punto de partida. Es la base de una teoría general del conocimiento donde el contexto social delimita las condiciones de posibilidad. La sociedad es el contorno que acota lo posible e imposible en todas las dimensiones, incluida la científica. Es el universo de significados que delimita las ‘preguntas preguntables’. Por eso, los hechos no andan sueltos independientemente de los observadores y de su posición en el mundo. Los hechos son observables que se interpretan y se dotan de significado. Cuando esto sucede y se analiza críticamente, entonces se constata, como decían Jean Piaget y Rolando García, que «un hecho es, siempre, el producto de la composición entre una parte provista por los objetos y otra construida por el sujeto. La intervención de este último es tan importante que puede llegar hasta a una deformación o, aún más, a una represión o rechazo del observable, lo cual desnaturaliza el hecho en función de la interpretación». Por eso mismo, hay que desnudar a los profetas que predican que hay que creer en la ciencia. El verbo ‘creer’ hay que reservarlo para cuestiones de otra índole, moleste a quien moleste. El trabajo interminable es pensar más y mejor, tanto lo que hacemos como lo que decimos. Por cierto, la leche, hervida.