"Te debo una…"

Desgastaba los minutos a la espera de esa cita tardana de última hora de la tarde. Sostenía a mis espaldas los muros de una sucursal bancaria con actividad inusual; barrunto de rebajas, probablemente. Bailaba mi cabeza de tema en tema, de las inquietudes domésticas a los trasiegos profesionales, sin aspiraciones demasiado profundas, ocupado apenas unos instantes en cada reflexión.

Mi deleite en esos momentos suele ser el de observar: analizar el deambular en apariencia anónimo de ese gentío que busca su destino y entrelaza su vida, apenas por un instante, con el resto de transeúntes. Detener esa imagen permite sujetar el instante en el que decenas de personas se reúnen en un momento y en un punto; paso a paso, hombro con hombro, tan cerca que parece imposible pensar que ni antes ni después vayan a volver a cruzarse.

Descubro personajes en las personas; intuyo el atisbo de una personalidad en la forma de vestir o en el color del pelo. Me inquieta la inquietud de quien zozobra acelerado; o sonrío con el esbozo de la mezcla de la inocencia y rubor –cada vez menos– de una pareja recién enamorada.

En ese puzle, lo vi llegar a distancia, con la sorprendente mezcla en su avance de la celeridad y la templanza. Y la vista puesta en un matrimonio que aguardaba el cambio de semáforo en la plaza. Acortaba la distancia sin perderlos de vista, como queriendo cerciorarse de que no se le iban a escapar.

Ellos parecían disfrutar de la relajación de la tarde, de un paseo agradable y del recorrido de bar en bar y de tapa en tapa que enriquece la belleza de Zaragoza. Apenas una docena de metros separaban ya al muchacho de la pareja.

Hasta que el semáforo se puso en verde y el arranque del matrimonio aceleró la carrera del joven con delantal, que los asaltó recién superada la acera: "Creo que este móvil es suyo...". El desconcierto y la sorpresa dieron paso al agradecimiento, profundo, y a la alegría de saber recuperado aquel elemento de necesidad imperiosa que ni siquiera habían sido capaces de echar de menos.

El hombre, tras el pasmo, dio rienda suelta a su gratitud. Y se lanzó a sus brazos, sin reparos: "¡Dame un abrazo, hombre!". Y el cierre previo a la despedida: "Te debo una". A mí no me cabe duda.