Por
  • Fernando Sanmartín

Productos de limpieza

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Pixabay

Me lo cuenta un amigo. Y es insólito lo que me cuenta. Su abuelo, que fue arquitecto y vive ahora en un pueblo de la montaña, se disgustó tanto hace unos días que cogió la televisión, la sacó fuera de casa, la pateó y después, usando una pala que tiene para cuando cae la nieve y hay que limpiar los accesos, la enterró en el jardín. 

Han llevado al abuelo a la consulta médica por si se le ha ido la cabeza, pero no, qué va, le han hecho un chequeo y está perfecto. La lucidez y la locura, se ha dicho ya, están separadas por una línea fina. Sería enriquecedor saber qué fue lo último que vio en la pantalla del televisor antes de la enérgica decisión. Quizá una tertulia rosa en la que se mezclan azúcar, sacos de cinismo y adiestramiento de halcones. O un debate electoral lleno de salmos que ya hemos escuchado.

Lo cierto es que a partir de cierta edad uno debe hacer lo que quiera: leer la revista “Hola” o a Herbert Marcuse en noches de insomnio, ponerse un póster de Rafaella Carrà en el pasillo, tener un hámster suelto en la cocina, darse al pacharán o santiguarse cuando se entra en el coche para un largo viaje, costumbre por cierto que ya se ha perdido en la cristiandad.

El abuelo de mi amigo enterró su televisor. Y hay otras cosas que podríamos enterrar. Por ejemplo, la fatiga que produce la crispación política con frases llenas de chabolismo intelectual. O esos gestos de macho dominante que aún perduran en las oficinas del fútbol.

Hubo un tiempo en el que se enterraban los tesoros y ahora hay quien lo hace con la verdad. Pero lo necesario es enterrar lo inútil y los embustes. Conviene, nos afecta a todos, limpiar el abrevadero.

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