El gobierno israelí debería coger al vuelo la ocasión que le ofrece, y que le exige, el Consejo de Seguridad de la ONU y hacer lo necesario para que se establezca de manera inmediata un alto el fuego en Gaza. Aunque solo fuera para tomarse un respiro y darse un tiempo para pensar. 

Porque, más allá del resultado de los combates, Netanyahu ha metido a su país en un callejón sin salida. Está arrumbando las simpatías que podía y debía suscitar su causa. Está ofreciendo al mundo el espectáculo de una nación a la que no le importa machacar y dejar en la miseria a cientos de miles de personas, civiles desarmados e inocentes, con tal de conseguir sus objetivos. Objetivos por lo demás inciertos, pues no se sabe qué quiere hacer ni qué puede hacer Israel con la franja de Gaza una vez que dé a Hamás por derrotada, si es que consigue tal cosa. Me parece que es la primera vez en mucho tiempo que Estados Unidos, el principal y más fiel aliado de Israel desde hace casi sesenta años, deja pasar en el Consejo una resolución que contraría a su protegido. Cuando tu mejor amigo, y casi el último amigo, te dice que te estás excediendo y que te estás equivocando gravemente, deberías pensar que puede ser verdad. Y junto a la abstención de Estados Unidos, todos los demás miembros tanto permanentes como temporales del Consejo de Seguridad han votado a favor de la resolución que pide un alto el fuego sin dilaciones. La comunidad internacional es casi unánime, la guerra debe cesar en Gaza y hay que permitir y facilitar la entrada y distribución de la muy necesaria ayuda humanitaria. En octubre, tras el ataque de Hamás, Biden ofreció a Netanyahu un apoyo incondicional. Pero nada es de verdad ‘incondicional’, todo tiene un límite. Y el curso mortífero y destructivo de la invasión de Gaza, aparte de consideraciones estratégicas y morales, puede costarle a Biden muchos votos. Ojalá haya alto el fuego y ojalá que la pausa sea duradera y sirva para encontrar el hilo de la paz.

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