Ilusiones
Pueden ser por definición abstractas, algo así como humo que flota o vaho que va más allá del frío –la complicidad de una mirada que no esperábamos– y en cambio su ausencia se siente como un lastre que nos debilita y anula el sentido de nuestra vida.
Cuando llegan de nuevo provocan un salto en el alma, se enciende la hoguera alguna vez extinta y nos remueven por dentro dándole sentido al juego que creímos terminado. El incendio.
Lo más curioso de las ilusiones no es su naturaleza errante o que sea realmente complicado descifrar su mecanismo, sino que a pesar de su condición abstracta y fugitiva de pronto se materializan en algo sólido y tangible. Adquieren una forma, un cuerpo, materia visible y palpable a pesar de que siempre estén hechas también de esa película de sueño que las hace posibles. Se viven sin verse y de pronto se ven y ahí están, preparadas para partir de nuevo cuando no te lo esperes y adquirir, en un futuro no muy lejano, una nueva apariencia.
El año pasado descubrí hasta qué punto nos duele perderlas y cómo se aloca nuestra brújula cuando carecemos de su guía y ahora que, pronto, regresan dentro de un nuevo molde, pienso mucho en ese lema zaragocista y de otros tantos equipos que dicta así: "Y pobre del que quiera robarnos la ilusión". Más bien ahora diría, y no hay nada más doloroso pero tampoco más fructífero para saberlo que la propia experiencia, "y pobre del que ya no sienta la ilusión".