Quiero felicitarme
Fue todo uno. Escuchar en la radio el entusiasmo de Bolaños con la amnistía y sufrir un desmayo. Fue rápido. Lo sé porque, al recuperar el conocimiento, el ministro seguía con su arrebato. Antes del vahído le oí decir que la ley marcará un hito «en la jurisprudencia europea y mundial». Al despertar, su voz me volvió a desarbolar: «Quiero concluir felicitándome».
Me sentí más preocupado por mi desvanecimiento que por el desvarío del conspicuo miembro del Gobierno. Por un momento creí que había perdido el juicio. Me refiero a mí mismo. Sobre la clarividencia del responsable de la cartera de Presidencia y Justicia no tenía dudas.
Me miré al espejo y no noté nada raro. Sin embargo, poco a poco fui percibiendo que no podía pensar. Entonces me asaltó un automatismo y llamé a Urgencias. Me dijeron que acudiera a mi ambulatorio. No lo pensé. No podía. Seguí las órdenes y me lancé a la calle. El conserje me preguntó si me encontraba bien. No podía discurrir, pero sí disimular. Compuse en mi rostro un gesto de aguda reflexión y me eché a andar con la esperanza de que también la cabeza se pusiera en marcha.
Deambulando sin destino, me asaltó un recuerdo de Muñoz Molina. Escribió que el problema de España es que los mediocres se han adueñado de los partidos. La verdad es que el tal Bolaños muy espabilado no parece. ¡Si hasta hace cuatro días afirmaba tajantemente que la amnistía era inconstitucional!
Al llegar a un semáforo y pararme entendí que había recuperado mi discernimiento. También comprendí que Muñoz Molina se equivocaba: en realidad, la política está llena de gente astuta, porque no hay inteligencia mayor que la de los que saben hacerse los listos siendo tontos.