Por
  • Rogelio Altisent Trota

Un hogar, también para morir

Tratamiento de cuidados paliativos.
Tratamiento de cuidados paliativos.
Dune Solanot / HERALDO

En la familia se establecen unos vínculos muy especiales, que van más allá de la reciprocidad. Las leyes establecen algunas obligaciones de cuidado entre padres e hijos que son exigibles para garantizar necesidades básicas. 

Pero no nos queremos solo porque hayamos hecho méritos para recibir afecto. El hogar es mucho más que vivir bajo un mismo techo. Es un espacio vital donde se comprende a las personas con sus limitaciones, donde se ama por lo que se es y no por lo que se tiene. En mi generación al menos, se escuchaba a los padres aquel lamento: ¡esto parece una pensión!, que se decía cuando un hijo vivía a su aire, sin respetar unos mínimos horarios de comidas o de convivencia en casa.

La pulsión por tener y disfrutar de un auténtico hogar es un anhelo difícil de contener por muy independiente que uno sea, y es algo que en la práctica va de la mano de la percepción de felicidad. En nuestro tiempo la autonomía personal tiene una cotización muy alta, pero a veces se pierde de vista que el amor y la dependencia están entrelazados y son como las caras de una moneda con infinito valor. En la familia se nos invita a cambiar el resentimiento por el perdón y a transformar los juicios en cariño. Está claro que todas estas incitaciones tienen un fuerte componente ético. No hace falta ser un lince para captar que vivir en familia y construir un hogar requiere generosidad y esfuerzo. No es fácil y hay altibajos. De diferentes maneras, todos hemos sentido el dolor de algún fracaso en las relaciones familiares. Sin embargo, cualquier inversión en este mercado, por pequeña que sea, es siempre de alta rentabilidad.

Enlazo estos pensamientos sobre el hogar con el cuidado de las personas enfermas en el final de la vida, que actualmente está siendo objeto de mucha reflexión y debate público. El propio hogar y la familia es ese pedacito de privacidad entrañable donde a muchos nos gustaría ser atendidos cuando terminen nuestros días, rodeados de personas que nos quieren, nos toman de la mano y nos dan un sorbo de agua fresca. ¿Este escenario es una ensoñación? Sin duda hay quienes responden a esta pregunta con escepticismo e incluso defienden medidas que acorten y abaraten al máximo la respuesta de la sociedad en estos momentos. ¿Pero, dónde se muere actualmente?

Con demasiada frecuencia se producen traslados al hospital por empeoramiento de una enfermedad irreversible porque la respuesta del sistema sanitario en el propio hogar es insuficiente. Sacamos al paciente de su cama, sin tener claro el beneficio, escapando del miedo a encontrarnos solos ante el sufrimiento. Pero el hospital pocas veces tiene la respuesta para dar el confort que se necesita en el final de la vida. Seamos conscientes de que el hogar también puede ser una residencia de mayores, porque allí la persona tiene su espacio vital rodeado de las cosas que definen la morada, con los portarretratos familiares y sus almohadones.

El enfermo puede recibir una atención de calidad en su hogar hasta el último momento, respetando sus preferencias personales. Esta es una experiencia que en España pueden relatar muchas familias y profesionales de atención primaria. Pero también tenemos el contraste del testimonio de quienes expresan el deseo de adelantar la muerte como respuesta al sufrimiento desesperanzado, ante una pobre atención, insuficiente y masificada, con unos horarios de oficina y teléfonos que nadie descuelga.

Es un fracaso del sistema que una persona con pronóstico de final de vida fallezca en un box de urgencias. Tenemos la triste memoria de las muertes en soledad de la pandemia como una herida social. Pero no se ha tomado en serio dar una respuesta al problema. Echar la vista atrás es un imperativo moral y una deuda social que nos obliga a evaluar qué medidas estamos tomando para aprender de los errores y reconducir el modelo sanitario. Una prioridad, sin duda, debe ser tener una cobertura de cuidados paliativos que garantice atención en el hogar durante 24 horas los siete días de la semana. Este objetivo lo debería alcanzar la atención primaria, que tiene formación específica para ello, sumando el apoyo de unidades de cuidados paliativos para los casos complejos. En este campo la mayoría de las comunidades autónomas está prestando una asistencia de calidad a menos del 50% de los pacientes que lo precisan y este es un déficit insoportable para una sanidad tan presumida como la nuestra.

Es falsa la afirmación de que ya no hay nada que hacer cuando una enfermedad deja de tener curación. En estos casos la prioridad de la medicina es la calidad de vida. El desarrollo actual de la medicina paliativa, que acaba precisando el 70% de la población, nos ha enseñado las enormes posibilidades del cuidado físico, psicológico y espiritual, pero esto requiere los equipos profesionales adecuados con una disponibilidad suficiente.

Se dice que ante un tablero de ajedrez se sientan de un modo diferente el sociólogo, el filósofo y el político. El primero describe la posición que ocupan las fichas. El filósofo se pregunta las razones y el porqué de esta situación. Finalmente el político tiene como objetivo ganar la partida, tras conocer la información del sociólogo y reflexionar con la ayuda del filósofo. La partida se está jugando. Pero es muy decepcionante que se haya descartado una ley de cuidados paliativos nacional donde, entre otras medidas, se debería articular la garantía de una calidad asistencial en el hogar hasta el final.

Rogelio Altisent Trota es profesor de Bioética de la Universidad de Zaragoza y presidente de la fundación Fundaz Paixena, cuyo fin es promover los cuidados paliativos en Aragón

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