Por
  • Julio José Ordovás

Orgullo rural

Un tractor, en una imagen de archivo
Orgullo rural
Heraldo.es

Veo las tractoradas de los agricultores y me acuerdo de mi padre. Mi padre fue agricultor antes y a la vez que panadero. Mi padre no tenía un tractor amarillo. 

Tenía un Massey Ferguson rojo con el que trotaba por los secarrales del Campo de Belchite. Nunca ha habido un tractorista como él. Una vez recorrió las calles tan estrechas como empinadas del pueblo con el tractor y el remolque marcha atrás. No se me olvidan las noches en las que volvía del monte, jodido de frío, después de haber estado todo el día labrando. Ni se me olvida el calor bestial que pasábamos cuando lo acompañaba a cosechar, aunque yo, la verdad sea dicha, era bastante inútil para las labores agrícolas. Cuando recogíamos las ramas después de podar los perales, o cuando sulfatábamos los manzanos, siempre tenía la cabeza en otra parte: en las arias tristonas de Juan Ramón Jiménez, en las caminatas sorianas de Machado o en las chicas del pueblo. Y a mi padre se le llevaban todos los demonios. Con razón.

Por eso, porque no soy otra cosa que un desertor del arado, entiendo bien la desesperación de los agricultores.

Entre el mundo urbano y el rural hay una desconexión profunda. Los de ciudad miran a los del campo por encima del hombro, como Ramón, el hijo del boticario, que estudiaba para abogado, miraba a los de su pueblo en ‘El camino’, la novela de Delibes que muchos leímos temblando de emoción porque todo lo que Daniel el Mochuelo sentía a la hora de salir del pueblo para estudiar en la ciudad era lo mismo que sentíamos nosotros.

Los agricultores son hombres acostumbrados a sufrir, pero también a pelear. Que lo tengan presente esos políticos que, como el hijo del boticario, van empingorotados como pavos reales.

Julio José Ordovás es escritor

Comentarios
Debes estar registrado para poder visualizar los comentarios Regístrate gratis Iniciar sesión