El escaño como parapeto
La rebelión de José Luis Ábalos le causará al sanchismo serios problemas. Pero no hay en ella nada de heroico, ni un ápice de épica. No se trata de una noble revuelta contra el poder omnímodo del secretario general, sino de un movimiento, casi a la desesperada, para intentar protegerse de lo que le puede venir encima en el frente judicial y en el de la opinión pública.
El exministro de Fomento y de Transportes lo ha dicho paladinamente: continuar como diputado le permite mantener unos ingresos salariales y disponer de una plataforma desde la que defenderse, desde la que defender su honor. Lo que pasa es que ese uso espurio del escaño como parapeto no añade a su trayectoria política ninguna dignidad, antes la resta. Ni el Congreso ni el Senado ni ningún parlamento están ahí para que sus señorías puedan proteger sus intereses, por muy injustamente que fueran atacados, sino para representar a los ciudadanos y promover el interés general. Ábalos tiene legalmente derecho a seguir en el puesto para el que lo eligieron los españoles, a pesar de la ruptura con su propio partido. Pero al convertir el escaño en refugio desnaturaliza la función parlamentaria.
María Jesús Montero, número dos tanto del Gobierno como del PSOE, dice que no tiene ninguna duda de que Ábalos, desde el grupo mixto, va a apoyar todas las iniciativas parlamentarias del Ejecutivo. No sé si es auténtica confianza o más bien un aviso: más te vale... En todo caso, lo cierto es que Ábalos tiene ahora un voto de oro con el que presionar, negociar o comerciar respecto a su propia situación personal, política y judicial. Raro será que no utilice ese poder en un contexto en el que el Gobierno tiene que sudar tinta para asegurarse cada cada uno de los votos que necesita en la Cámara Baja. El escaño errático de un desterrado es lo último que le hacía falta.
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