En 2016, Elon Musk estaba escribiendo con los pulgares en su iPhone y empezó a protestar por la cantidad de tiempo que le llevaba la tarea. Teclear de este modo no le permitía que la información fluyera de forma inmediata desde su cerebro al dispositivo.

Entonces dijo: "Imagina si pudieras pensar en la propia máquina, como una conexión de alta velocidad directamente entre tu mente y tu máquina". Lo narra en una detallada biografía Walter Isaacson, que durante dos años ha sido la sombra del polémico dueño de X (antes Twitter). Fiel a su estilo, ese mismo año montó una empresa, Neuralik, con el objetivo de implantar chips en el cerebro para permitir a los humanos fusionar la mente con sus teléfonos y ordenadores. Obsesionado con el trabajo y con marcarse objetivos que parecen inalcanzables, quería resultados rápidos. "Un sentido maniaco de la urgencia es nuestro principio operativo", había dicho al poner en marcha la fábrica de coches eléctricos Tesla.

Esta misma semana, el empresario ha anunciado que acaba de implantar un chip inalámbrico en el cerebro de un humano. "Los resultados iniciales muestran una prometedora detección de picos neuronales", ha dicho el magnate, que todavía no ha publicado en una revista científica los detalles de la intervención, como se procede habitualmente con cualquier ensayo clínico. Además, este no es el primer implante cerebral que se ha realizado. Varios organismos y empresas han ejecutado el mismo experimento en personas y sus investigaciones ya están publicadas. En cualquier caso, el de Musk es un anuncio muy relevante porque se trata del hombre más rico del planeta y el innovador más influyente de nuestro tiempo.

Estos avances no solo hay que mirarlos desde la óptica de la neurociencia, sino también desde la ética. Así, la urgencia de una legislación sobre neuroderechos adquiere mayor trascendencia tras el anuncio de Elon Musk, porque, según su biógrafo, está obsesionado con la idea de que, al estar más vinculados a nuestros ordenadores, estos no irán por libre para intentar hacernos daño. Sus éxitos como pionero con Tesla o con la empresa aeroespacial Space X hacen prever que la interacción total entre el cerebro humano y la máquina está mucho más cerca de lo que parece. Una vez establecida esta conexión mental, y mediante el uso de inteligencia artificial, sería posible identificar emociones, controlar dispositivos o inducir estados. Algunos científicos consideran que una versión sofisticada de este sistema podría leer los pensamientos de una persona, acceder a su memoria e, incluso, controlar ambos.

Los avances fulgurantes en el campo de la neurotecnología y los implantes de chips ya permiten, no solo subsanar y mejorar las funciones cerebrales con fines médicos y científicos, sino también controlarlas y manipularlas. Pueden ser muy beneficiosos en la lucha contra enfermedades como el alzhéimer, pero también abren la puerta para que una aplicación de un móvil pueda colonizar la mente de cualquier usuario. La china Tik Tok podría saber hoy, por ejemplo, qué les pasa por la cabeza a sus más de mil millones de seguidores en todo el mundo.

Estamos, pues, ante avances científicos que comprometen no solo nuestra privacidad más recóndita, sino también nuestra dignidad humana y los resortes psíquicos y morales que fundamentan la autenticidad de la especie. Quizás la humanidad no tenga conciencia de ello, pero estamos ante un desafío ontológico. Está dicho: siempre parece demasiado pronto para regular una nueva tecnología, hasta que de repente es demasiado tarde.

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