Redactor de Cultura de HERALDO DE ARAGÓN

Lasala: amor, arte y viaje

José Luis Lasala ante uno de sus cuadros.
José Luis Lasala ante uno de sus cuadros.
Javier Blasco / HERALDO

Hay seres que se quedan para siempre. Por su sentido de la amistad, por su capacidad de creación, por su carisma, por su complicidad, porque trabajan para ellos y para los demás, con vértigo o despaciosamente. 

En los últimos meses se nos han ido muchos referentes: espejos que nos acogían y nos reflejaban. En poco tiempo, y me dejaré algunos nombres -sin entrar en la esfera estricta de la intimidad: ahí las pérdidas darían para un diccionario absoluto del cariño-: el historiador Eloy Fernández, los poetas Ánchel Conte, Verón Gormaz, Ángel Guinda, Encarnación Ferré, José Luis Rodríguez y Alegre Cudós; los artistas Javier Hernández, Calpurnio Pisón y Chefo; los músicos Iñaqui Fernández y Pedro Carboné; el arquitecto José Manuel Pérez Latorre; el cineasta Carlos Saura. Y más, muchos más.

Entre ellos también está José Luis Lasala Morer (1945-2022), que firmó ‘Royo’ Morer en sus críticas de arte: ‘Royo’ porque era royo, rubio, y creo que un veloz extremo derecho y ciclista de joven (como lo fue Santiago Arranz), y porque Royo se apellida la mujer de su vida: Angelines, que murió en 2011. Ahora en el museo Pablo Serrano, que tanto le debe, se le rinde un homenaje muy hermoso con una síntesis de su mundo, que abarca una porción de la historia del arte de Aragón y del planeta de más de medio siglo, y también a la generación ‘Andalán’, a la obra cultural de Ibercaja y a muchas otras cosas. Lasala, además de un artista abstracto, de atmósferas y del color trabajado con sutileza, a la manera de Rothko, Rafols Casamada y otros, fue un gran viajero que iba casi todos los años a Florencia con Angelines. Era un enfermo de belleza, de inquietud, de creación y de manufactura. En la muestra ‘Paisaje en la memoria’, que ha preparado su hija Sabina con el amparo de sus hermanas Virginia e Isabel, y del equipo del museo, con Julio Ramón y Marisa Grau al frente, invade la emoción en cualquier instante: en sus paisajes del principio, en la geometría esencial de los 70, en la concepción depurada del cuadro, en sus diálogos con la literatura, en su quimera por pintar lo inefable. Y conmueve por entero, hasta las lágrimas, en ese álbum abierto de sus fotos: de infancia y adolescencia, de enamorado invicto y de camarada de otros soñadores (como los Azuda-40) a los que Zaragoza y Aragón les deben un inmenso reconocimiento.

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