Por
  • Ricardo Díez Pellejero

El árbol de la historia

El árbol de la historia
El árbol de la historia
Pixabay

La historia, desde el punto de vista de la naturaleza, es un gran pentagrama escrito marca a marca, una sucesión de rastros, de emisiones…, a partir de las cuales podemos discutir un modelo, definir un estado de crecimiento, de evolución o para describir la órbita y los sucesos que mejor concuerden con los círculos concéntricos del árbol fosilizado. 

Para lo humano, hemos creado una disciplina del saber, en la que encontramos brillantes precursores en Heródoto o Tucídides (lo de Jenofonte y su Anábasis tal vez encaje mejor en el reporterismo de guerra), en la que la subjetividad inicial se anula o, mejor dicho, se trata de minimizar empleando procesos objetivos de verificación y validación sistemáticos. No obstante, como bien sabía Julio César, la historia la escriben los vencedores, lo que —por desgracia— en no pocas ocasiones aboca a relatos divergentes en los que se viste de verdad objetiva y contrastable a la visión subjetiva que se busca sublimar. De este modo, por poner un ejemplo, en Israel —en un mañana— se hablará de los héroes y sus victorias sobre el vecino pueblo cainita, mientras que en su vecindad la historia en los libros sobre mártires y héroes cantará en un tono y nota totalmente disonantes, pues allí Abel será otro, como otra será su canción.

Heródoto se entregó a recoger los relatos dispares que sobre hechos pasados le narraban las gentes que entrevistaba en sus viajes y aunque seguro que también aplicó su filtro en el “feed” de Los nueve libros de la historia, no recuerdo que sus comentarios persiguieran cerrar el círculo sobre una verdad mayúscula e indiscutible. Continuamente oímos hablar a políticos de hechos tildados de “históricos”, pero no nos engañemos, son sólo brotes divergentes que el viento agita levantado pasiones, pero que caerán partidas por un golpe de aire cuando el tiempo sople como un ciclón; ramas sajadas que apenas tendrán repercusión en el porte del árbol maduro, en su relato final, en lo que ha de quedar de él como vestigio. Sí, César escribió su historia, pero la sellaron treinta dagas de distinto puño y letra. Recordémoslo mientras reinamos sobre el curso de los renglones, pues el punto final tiende a tener otra autoría.

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