Pedro Sánchez ha anunciado que el diálogo del PSOE con ERC contará también con un verificador y que será distinto al de su negociación con Junts. 

Así, a la insólita imagen de que el porvenir de la XV legislatura se decida en un despacho de Ginebra con el arbitraje de un mediador salvadoreño experto en conflictos armados, se va a sumar otra, no menos paradójica, en la que el representante del partido en el Gobierno negocie los presupuestos del Estado y la autodeterminación de una autonomía con otra fuerza independentista y en presencia de otro verificador. Las necesidades personales de Sánchez están convirtiendo en norma lo que es tan excepcional como impulsar reuniones opacas que se desarrollan en el extranjero y ante ‘acompañantes’ internacionales, dando alas así al relato victimista y falaz de los secesionistas que se saltaron la ley en 2017. Diversas encuestas están dejando claro que la mayoría de los españoles rechaza la amnistía, pero el presidente del Gobierno parece dispuesto a seguir con sus cesiones.

Aunque el Ejecutivo quiere pasar la controvertida página de la investidura cuanto antes y centrarse en las políticas sociales, irremediablemente se acumulan episodios que incumplen la separación de poderes o que erosionan el papel del Parlamento con el objetivo de normalizar el disparate de la amnistía. Junts y ERC son partidos legales, que participan en los procesos electorales y que reciben una considerable financiación del Estado. Por todo ello, no tiene ninguna lógica democrática que el partido en el Gobierno negocie con ellos asuntos de Estado en un clima de absoluto secretismo, en el extranjero y con la presencia de mediadores, como si España fuera una república bananera. El presidente del Gobierno se está saltando sin pudor el principio básico de que en democracia las formas son el fondo.