Por
  • Isabel Soria

Otoño

Comienza a montarse el Belén de la plaza del Pilar
Otoño
Heraldo

Llueve. Al fin. Como siempre pasa en Zaragoza hemos pasado del sudor al temblor sin avisar. El Ebro ha subido y los patos nadan un metro o varios más arriba. Los avioncillos con la tripa de plata no sobrevuelan ni trinan sobre las sirenas de Helios. Las sirenas ya nadan en la piscina cubierta. 

Millones de agostadas hojas mueren y se van cayendo. Los árboles se preparan para el invierno. Este otoño húmedo hay nubes, agua, eclipses y hasta auroras boreales. El día es corto. Hemos cambiado la calabaza por Papá Noel. Y ya están las luces colocadas, aunque todavía no se encienden. ¿No va todo muy deprisa? Pero la calle Alfonso, ya no es la Calle Alfonso. Es la calle de los turistas que pasean por la calle Alfonso. Apenas un pequeño ramillete de negocios recuerdan a la Zaragoza de siempre. El resto lo mismo podría estar en Zaragoza que en Japón o Estambul. Peluches idénticos habitan en todas las ciudades. Abundan las tiendas que en realidad no venden nada, aunque siempre están llenas. También hay tiendas de empanadas siempre vacías. Tiendas de chuches XXL, y muchas, muchas tiendas de móviles y muchas, muchas tiendas de bisutería. Menos mal que están Martín Martín y El Rincón, lo más cercano a la globalización ‘made in’ Aragón, junto a la Tolosana. Al final de la calle vislumbras un elemento que te hace volver a Zaragoza, a nuestra Zaragoza. El relieve de Pablo Serrano en la fachada del Pilar que condena a Santiago y a aquellos primitivos zaragozanos a la tortícolis eterna. Qué importante, más ahora que nunca, mantener aquello que nos hace ser nosotros mismos, aunque sea a costa de contracturas.

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