Redactor de HERALDO DE ARAGÓN en la sección de Deportes

Rituales festivos

Un aspecto del manto de flores de la Virgen en la plaza del Pilar.
Un aspecto del manto de flores de la Virgen en la plaza del Pilar.
Francisco Jiménez

Siempre resulta complicado buscar un sinónimo para referirse a la Ofrenda. Con tal de no repetir, los periodistas decimos «el acto central del Pilar» o «el ritual festivo», pero, claro, tales perífrasis pierden gran parte de la belleza de la palabra ofrenda.

Quizá aquello de ritual no ande desencaminado porque alude a algo sagrado, casi ancestral, litúrgico y -en buena medida- inexplicable. ¿Qué sentido tiene llevar ocho millones de flores frescas a una imagen de poliéster de 15 metros de altura? Pensándolo fríamente, poquito. Sin embargo, es aquí donde entran la tradición, la emoción, el sentimiento de pertenencia y aquellos recuerdos de infancia, que evocan los también injustificables madrugones de cada 12 de octubre: la imagen de tus hermanas colocándose cientos de horquillas en un moño que irremediablemente se vendría abajo a la altura de la calle Alfonso, la incomodidad de las medias de garbanzo que no hay manera humana de casar con las adustas alpargatas y el ‘Palomica, palomica’ de fondo, mientras la abuela rellena el zurrón con un mendrugo y algunas viandas más comestibles o, cuanto menos, masticables.

Con la Ofrenda sucede parecido que con la fe ciega en los éxitos del Real Zaragoza o con los los tambores de Semana Santa. ¿Qué sentido tiene que miles de redobles protagonicen un estruendo en mitad de la noche? Es algo telúrico, algo que más allá de su significado religioso y de su valor patrimonial, se convierte en un fenómeno antropológico que ha definido y unido durante años a los aragoneses. Qué bonitas son las cosas que no tienen mucha explicación.

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