Por
  • Antonio Elorza

Las lecciones de Chile

Las lecciones de Chile
Las lecciones de Chile
Heraldo

Los felices sesenta estuvieron cargados de buenos augurios, en el marco de un crecimiento de la economía mundial que garantizaba la consolidación del Estado de bienestar en Occidente y la expectativa de que el mundo atrasado también despegaría, según la predicción de Rostow. 

Vietnam se convertía en icono heroico al resistir por las armas a Estados Unidos, del mismo modo que Cuba lo hacía con su modelo en apariencia innovador de revolución. Hasta la Revolución cultural china sonaba bien. El supuesto de que el marxismo soviético también podía abandonar su máscara de hierro pareció confirmarse con el ‘socialismo con rostro humano’ de la Primavera de Praga. Y florecieron las ilusiones del Mayo francés.

Solo que el principio de realidad se impuso pronto, tanto al conocerse las frustraciones en Cuba y el caos sembrado por Mao como ante el golpe dado por los tanques rusos al experimento checo. Tlatelolco en México fue el contrapunto del Barrio Latino en París. Al cerrarse la década, en 1970, despuntó sin embargo una esperanza lejana: la victoria de la Unidad Popular en Chile, al ser elegido Salvador Allende como presidente de la República. Con su socialismo empapado del ideal de igualdad de la Revolución francesa, Allende intentó seriamente poner en marcha una revolución social dentro de la democracia, y apoyado en una amplia movilización popular. Tan en serio, que no dudó en mantener tenazmente su proyecto hasta el final y avalarlo con su resistencia (y su suicidio) frente al golpe militar del 11 de septiembre de 1973. Fue un hombre ejemplar, como demócrata y revolucionario.

Los riesgos del intento resultaron evidentes pronto, una vez que cesó el entusiasmo por la redistribución de rentas a favor de las clases populares. El populismo mostró su debilidad, con la inflación y graves problemas de abastecimiento, y creció la resistencia social, del sector agrario a los transportes, siendo en fin fácil para Estados Unidos sofocar las ventajas de la nacionalización del cobre. Además, Allende y su UP fueron siempre minoritarios, desde la elección presidencial (tuvo el 36,6% de los votos) al buen momento de las elecciones parlamentarias de marzo de 1973, con un 43,5% frente al casi 55% de la oposición unida. Al borde del abismo, Allende pensó en someterse a un plebiscito. Llegó el golpe. La pancarta de "el pueblo, unido, jamás será vencido" quedó hecha trizas.

El sacrificio no fue inútil. Con todos sus problemas hasta hoy, dualismo político incluido, la dictadura de Pinochet acabó cediendo paso a elecciones libres. Y la ‘lección de Chile’ fue aplicada por Enrico Berlinguer, recogiendo la experiencia de impulso democrático dado por el PCI a la construcción de la República en Italia desde 1945. Ni con un 51%, advirtió, estaba su partido en posición de abordar las transformaciones sociales. Dado el mapa político del país, solo de acuerdo con la Democracia Cristiana podrían arraigar los cambios. Fue el ‘compromiso histórico’, truncado por el asesinato de Aldo Moro, y cuyo contenido esencial de rigurosa afirmación democrática aún estuvo vigente frente a Berlusconi bajo la presidencia de Giorgio Napolitano.

Cuando las divisiones políticas y sociales van consolidando una nación de enemigos, el resultado final puede ser una catástrofe, como ocurrió en Chile en 1973

Comunismo y democracia. La inesperada conjunción, tan maldita para Moscú como para Washington, fructificó fugazmente en el llamado ‘eurocomunismo’. Lo suficiente como para que el PCE desempeñase un papel fundamental en la forja de nuestra democracia, comparable al del PCI de Togliatti. Es una historia que acaba mal, con la rápida autodestrucción de los años ochenta, pero a misión cumplida. Lo más penoso es que hoy, con claro ‘menosprecio de las siglas’, como ahora se dice, el marginal PCE de Enrique Santiago (¿y Yolanda Díaz?) ha regresado a la prehistoria nada menos que del marxismo-leninismo. Y está en el Gobierno. Por encima de Marx, lo propio de nuestro país parece ser el esperpento.

Hay una última lección de Chile que nos toca aún más de cerca. Sobre el Chile de Pinochet, Pamela Constable y Arturo Valenzuela escribieron en 1991 un libro capital, ‘Una nación de enemigos’, pero en realidad el golpe militar vino a hacer efectivo el aplastamiento de una mitad de la sociedad chilena, que ya tenía enfrente a la otra mitad, en un clima que no era solo de fractura política, sino de deterioro económico reflejado en una inflación galopante y en la penuria. Las declaraciones del dirigente democristiano Patricio Aylwin, que hace días nos ofreció RTVE, en un reportaje de Quadra Salcedo de 1973, entonces censurado, muestran hasta qué punto la nación de enemigos estaba ya ahí en el 11-S. A falta de la crisis económica, es una advertencia para el presente, teniendo en cuenta la guerra política declarada por Pedro Sánchez, buscando votos debajo de las piedras y, más aún, dispuesto a lapidar a sus adversarios políticos, con quienes debiera converger en el denominador común de 1978. La consolidación de una nación de enemigos solo puede llevar a una catástrofe.

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