Crecidas del Ebro

En algunas ciudades los camiones de recogida de residuos forman una auténtica procesión.
En algunas ciudades los camiones de recogida de residuos forman una auténtica procesión.
Oliver Duch

Hay una cuestión complicada en verano que es lo exterior.

 Las casas, por ejemplo, que dan a la calle, deliciosamente luminosas en otoño, invierno y primavera, se convierten en verano en una lupa al baño maría de calor infernal. En la ciudad, esta cuestión se incrementa por las noches, cuando esa brisa de esperanza fresca llega y revuelve con timidez la lona del toldo, invitando a un descanso fresco y de ventanas abiertas. Sin embargo, ocurre en España (desconozco si en otros países vecinos) el atentado sonoro nocturno de los camiones de la basura. No sé en Zaragoza, pero en Madrid se organiza ya tal cribado de desechos, que entre plásticos, resto no desechable, cartones, vidrio, envases…, la madrugada se convierte en un ir y venir de camiones que uno no sabe si vive en el centro o en la entrada de Mercamadrid. Yo he tenido noches de verano tremendas en mi piso en las que, tratando de dormir, concentrado en que mi piel echara menos sudor y así no tener que cambiar el parqué, he contado tantos camiones de la basura, y de tantos modelos, que los diferencio ya por el sonido. Aunque la guinda del pastel la pone el del baldeo, que a veces aparece a las 4 de la madrugada con esa manguera que parece un bombero en Chernóbil y un ruido, supongo de la bomba del agua, que raro me parece que los perros del barrio no empiecen a aullar por si se acerca el fin del mundo.

Y es que el calor exige algo contrario al mundo que vamos diseñando; nos fuerza a salir, a compartir, a abrir las ventanas, a refrescar sin resecarnos la nariz con el aire acondicionado. Un inevitable contacto con ese mundo físico y real. Nos expande, claro, para bien y para mal. Se socializa, pero también se suda más, rebosantes de nosotros mismos. Un descontrol inevitable, hídrico, como pequeñas crecidas del Ebro; asumiendo bajar del colapsado bus circular de Zaragoza, por ejemplo, como si salieras de un club de natación. Una incomodidad innegociable, popular, que nos empata entre licencias de camisas de flores y, bendito sea, calzado sin calcetines en homenaje a la buena circulación. Un placer finito, cíclico, pegajoso, de verdad, sin apps ni suscripción hacia las primeras tardes frescas y de pronto anochecer que nos alivian pero nos anuncian un encierro: una vida cómoda, una frontera, capas para el corazón.

@juanmaefe

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