Por
  • Andrés García Inda

Diario de verano (III)

Francina Armengol, presidenta del Congreso.
Francina Armengol, presidenta del Congreso.
J. P. Gandul / Efe

Como en muchos otros sitios, en el barrio de la ciudad donde paso estos días han abierto este verano una moderna cafetería, con nombre en inglés, donde la gente puede a la vez reunirse y trabajar con su ordenador. Por el momento, la mayoría de las mañanas la larga mesa de trabajo con enchufes y conexión a la red está ocupada por grupos de ancianas que charlan entre ellas, tomando el café en vasitos de cartón.

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Revoluciones de verano I: La convencionalidad de la rebeldía. Alboroto mediático ante el gesto aparentemente subversivo de una cantante que en un festival enseñó las tetas. Debates más inventados que reales, con sabor a promoción y espectáculo, que es en lo que se ha convertido el espacio público. A mí que una mujer bella muestre su cuerpo siempre me parece bien, sin necesidad de reivindicar nada. E incluso cuando, como es el caso, no esté muy claro qué es lo que expresa con ello, lo que lleva inevitablemente a confundir el objetivo y el medio, o el dedo y la luna. Pero que algo sea ridículo no quiere decir que sea ordinario (y viceversa).

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Revoluciones de verano II: La rebeldía de lo convencional. Paseo por la playa. Como cada año cientos de personas, sin saberlo, haciendo la revolución.

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En su primera intervención como tal, la nueva presidenta del Congreso anunció el uso de las lenguas autonómicas en la Cámara, aunque poco después aclaró que es un asunto a estudiar más despacio en sus «posibilidades técnicas», dada su complejidad. La solución no solo más económica, sino la más eficaz y accesible para todos los ciudadanos del país, podría ser el uso de la lengua común que todos conocen y utilizan entre ellos en privado, como hasta ahora, pero dado que esa no parece que vaya a ser la propuesta (precisamente porque lo que se quiere es evitar cualquier manifestación pública de una realidad compartida), mi opinión es que deberían utilizarse cualesquiera lenguas, dialectos y jergas sin ningún tipo de traducción o intermediación. Con ello, además de ahorrarnos una cantidad importante de recursos que podrían dedicarse a lo que dicen que es prioritario (ya saben: carreteras, sanidad, educación...), se explicitarían y subrayarían las diferencias existentes (como se pretende) y a la vez se mostraría el sentido real de los debates parlamentarios, ajenos al verdadero diálogo y enteramente dedicados a la escenificación, mientras que los acuerdos prácticos seguirán produciéndose -a menudo colusivamente- en privado y en secreto, y sin necesidad de intérpretes ni publicidad, como hasta ahora. Tal es, al fin y al cabo, la realidad de la política en nuestro tiempo.

Lo propio de la civilización babélica -escribía hace cuarenta años Jiménez Lozano, leyendo al filósofo judío André Neher- es que en ella «las palabras no designaban ya nada, no desembocaban en el mundo ni en el ‘otro’». La destrucción de la Torre por Yahvé implicaba, en ese contexto, «la liberación del lenguaje, de su unicidad y uniformidad, de su utilización técnica y conceptual, de su corsé ortodoxo, académico, de su objetivización o cosificación». Curiosamente, la nuestra es también una civilización babélica, en la que a diferencia del mito bíblico las lenguas ya se han multiplicado, pero al igual que entonces las palabras ya no significan nada.

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Como una ‘mise en abyme’, mientras escribo estos apuntes leo diarios que en ocasiones, a su vez, escriben sobre otros diarios. Este verano A. Trapiello, V. Puig, J. R. Ribeyro, J. A. Montano y la relectura de los de J. Jiménez Lozano, que tomo como de nuevas, como el relato intelectual de una vida, en la preciosa edición de sus obras completas que está llevando a cabo la Fundación Jorge Guillén.

En una de sus notas recogía el escritor vallisoletano estos versos del poeta Vladimir Holan: «Sólo el suicida piensa que puede salir por puertas / que en la pared tan sólo están pintadas... / No hay el más pequeño signo de que vaya a llegar el Paráclito».

Así estamos nosotros: pintando puertas en la pared. E imaginando que son la salida (o la entrada) a algún sitio.

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La pretensión de originalidad es la primera muestra de ignorancia; la obsesión por la diferencia la segunda, y con cierto complejo de inferioridad.

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El final del verano lo anuncia, a bombo y platillo, la chundarata melancólica de las charangas.

Andrés García Inda es profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad de Zaragoza

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