Por
  • Chema R. Morais

El magnetismo del antihéroe

Daniel Sancho siendo detenido por las autoridades tailandesas.
Daniel Sancho siendo detenido por las autoridades tailandesas.
SOMKEAT RUKSAMAN

En la reciente época de oro de las series de televisión (la de principios de los años dos mil, ahora hay mucha más cantidad que calidad), aprendimos a identificarnos e incluso a amar a antihéroes que, a pesar de su innegable maldad, se hicieron un hueco en nuestro corazón por su magnetismo. Así, apoyamos a un padre de familia enfermo que empezó fabricando drogas y acabó de capo del narcotráfico; veneramos a un doctor que ayudaba a sus pacientesaa lidiar con el lupus, a pesar de someterlos a más de un abuso verbal; aplaudíamos las fechorías de un mafioso que no tenía voz –ni apellido– de tenor; y nos maravillaba la creatividad de un agente publicitario adúltero, bebedor y compañero discutible, pero que era capaz de diseñar el mejor anuncio de prensa o televisión.

Y entre todas estas figuras estaba Dexter, un forense de Miami que durante casi una década se dedicó a ejercer de Robin Hood del asesinato en serie. El personaje interpretado por Michael C. Hall mataba en secreto a ‘los malos’ que habían escapado de la Justicia, mientras él mismo trabajaba en la Policía de Miami junto a su hermana. Su aparente calma en contraposición al sadismo que demostraba en sus crímenes resultaba de lo más atrayente, a pesar de que solo él decidía quién debía morir y quién no, y sus seguidores se ponían nerviosos cuando los agentes estaban cerca de atraparle.

Y perdonaban –e incluso jaleaban– un comportamiento que nunca hubieran aprobado en la vida real: penas de muerte decididas de forma unipersonal y ejercidas a través de crueles ajusticiamientos.

Quizá algo de esa atracción por el mal se nos quedara grabada a fuego y hoy parece que mostramos compasión y buscamos la manera de defender o al menos de justificar a un joven español, hijo de un actor famoso, que desmembró a un conocido, amigo o amante, según dice porque le había amenazado.

Pero Daniel Sancho, como Dexter, no tiene defensa popular posible. El asesinato del que es autor confeso es tan cruel y real que hiela la sangre. Y por eso llama la atención que en tantas opiniones y conexiones catódicas con Tailandia se trate el caso como el de un chico atrapado por las circunstancias y se insinúe la necesidad de velar por su bienestar.

Porque la victima no es él. Ni su cuerpo, que ahora duerme sobre el suelo de una cárcel tailandesa sin duda durísima, acabó en unas bolsas en el mar o en un vertedero.

En la vida real, nadie en su sano juicio se haría amigo de Dexter, ni ayudaría a Walter White a fabricar meta, ni querría trabajar en un proyecto a las órdenes de Don Draper. Y el doctor House llevaría más reclamaciones en atención al paciente que armas guardaba Tony Soprano.

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