Cuatro décadas sin Tito

Josip Broz Tito.
Josip Broz Tito.
Reuters

Hace más de cuarenta años, el 4 de mayo de 1980, las emisoras yugoslavas anunciaban que «había dejado de latir el gran corazón del hijo predilecto de todas las naciones y nacionalidades» del país, Josip Broz Tito.

 Unos días más tarde, su cuerpo recibía sepultura en la Casa de las Flores, el jardín de invierno de la residencia presidencial en Belgrado. Y, de momento, allí sigue.

Cuatro décadas después de su muerte no queda apenas nada de la obra política de Tito. Yugoslavia, el país que creyó haber refundado sobre bases firmes, desapareció hace más de treinta años. El socialismo autogestionario, una supuesta tercera vía entre el comunismo soviético y el capitalismo, es visto hoy como una rareza histórica, cuando no como un fraude. Y la política titoísta de «hermandad y unidad» entre los yugoslavos naufragó por completo en las sangrientas guerras civiles de los años noventa.

Después de haber sido objeto durante décadas de un asfixiante culto a la personalidad, Tito se convirtió tras el comienzo de la democratización en el principal responsable de los males del país y, en última instancia, de su desaparición sangrienta. Con el tiempo, sin embargo, la opinión pública está empezando a valorar su figura histórica de una forma mucho más positiva. Así, según una encuesta realizada hace pocos años, parece que los serbios de hoy lo consideran el mejor gobernante que ha tenido el país en toda su historia. Lo que no está nada mal para un comunista yugoslavo en una Serbia descomunistizada y desyugoslavizada.

Esta valoración positiva no está necesariamente basada en la idealización de su figura. Como los exyugoslavos saben bien, Tito era un hedonista, un hombre que vivía y dejaba vivir, pero que podía mostrarse implacable cuando veía que su poder estaba amenazado. Tras la Segunda Guerra Mundial dirigió una sangrienta represión que solo en Serbia (40% de la población de la antigua Yugoslavia) dejó más de 50.000 muertos. Por aquellos años expulsó también a cientos de miles de alemanes étnicos que llevaban generaciones viviendo en Voivodina y Eslavonia. Y cuando rompió con Stalin en 1948, decenas de miles de ‘prosoviéticos’ fueron represaliados y enviados a campos de concentración, como el tristemente célebre de Goli Otok (literalmente, ‘isla desierta’), en la costa dálmata. En dos ocasiones distintas, el ‘número tres’ del régimen, Milovan Djilas (1954) y Aleksandar Ranković (1966), cayó en desgracia. Por si acaso. Y en época tan tardía como 1977, apenas tres años antes de su muerte, Tito ordenó la detención de su mujer Jovanka, de la que sospechaba que conspiraba contra él.

Todo esto lo saben los exyugoslavos de hoy, aunque haya muchos que prefieren recordar los aspectos positivos de la época de Tito. Por ejemplo, el desarrollo económico, que hizo que tuvieran un nivel de vida incomparablemente mejor que el de los demás países comunistas y solo algo más bajo que el de la Europa meridional. Por ejemplo, la rápida superación de las consecuencias de la II Guerra Mundial, que en Yugoslavia se tradujo en una guerra civil en la que murió más de un millón de personas. Por ejemplo, la relativa tolerancia de un régimen que, en esencia, dejaba a la gente vivir su vida siempre que no desafiara su poder. Por ejemplo, la posibilidad de viajar a casi cualquier país sin necesidad de visado. Por ejemplo, los grandes éxitos deportivos, que pusieron a Yugoslavia en el mapa del mundo.

En los años ochenta, la última década de régimen comunista, el mausoleo de Tito se convirtió, a imagen del de Lenin, en un lugar de peregrinación para nostálgicos y curiosos. Soldados del Ejército Popular Yugoslavo hicieron guardia allí hasta mayo de 1992, cuando al desaparecer la República Socialista Federativa de Yugoslavia dejó también de existir su ejército. A partir de entonces, el régimen de Miloševic, un hombre que nunca terminó de decidir si era comunista yugoslavista o nacionalista serbio, lo mantuvo cerrado al público, quizá por no saber muy bien qué hacer con la herencia del régimen anterior.

El mausoleo de Tito puede visitarse de nuevo y es hoy la principal atracción del Museo de Yugoslavia. Un museo creado para transmitir a turistas extranjeros y a exyugoslavos una visión amable, nostálgica, de lo que fue ese país, sobre todo durante la larga época socialista. Un museo lleno de recuerdos de unas décadas que estuvieron llenas de trabajo y de ilusiones, unas décadas que, a pesar de los momentos difíciles y de ciertos aspectos oscuros, valió la pena vivir. Un museo que pretende que los serbios no olviden de dónde vienen y puedan así entender quiénes son.

José Miguel Palacios es doctor en Ciencias Políticas

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