El mar de la tele

La playa que vemos en televisión se confunde con nuestros recuerdos.
La playa que vemos en televisión se confunde con nuestros recuerdos.
Eliseo Trigo / Efe

Mediados de agosto y aún no he pisado la playa. Soy telespectador-salitre y desde casa observo ciudadanos en el mar; olas de calor, la fruta, ‘tupperwares’, cerveza con granizado de limón y la silla de playa, que a los 35 me parece un invento por encima de internet.

 Ver la playa por la tele es una ensoñación, una trampa, porque todos tenemos una playa dentro y nadie ve la costa emitida sino la propia. Y la propia no existe. El verano es una macedonia de lo que fuimos para saber lo que queremos ser. Se viaja desde el recuerdo, para huir o para volver, y siempre hay una decepción cuando se pisa la primera línea del mar porque, ¿dónde está todo aquello que me esperaba? Cada toalla, cada sombrilla es un pararrayos contra el tiempo, sedimento de juegos en la arena, buceo, nadar, atragantarse con una ola, mirar a la orilla y ver a tus padres, a tus amigos, a tu hermana, a tus tíos, aunque no haya nada. Nadie está solo en la playa, débil, semidesnudo, despojado de la miscelánea del estatus económico o social. Las playas, para los de interior, son un momento concreto de la vida que pasa por cada año; y por eso se vuelve de verdad o por el televisor. Las imágenes de bañistas son las imágenes de todo lo que fuimos. El mar sin horizonte y la arena, pegajosa, hacia nosotros, tratando de ser siempre la misma de todos estos años. A la playa no se va, de la playa no se escapa. Y se puede ir al fin del mundo o a la montaña, pero no con la ilusión del mar, testigo de nuestros cambios: ahora el agua está fría, se piensa en el corte de digestión, se teme a los peces de las rocas, a los rojos por bandera que succionan los cuerpos. Y de ahí la rabia y la decepción de no encontrar ese mar que es el que yo veo en la tele, que solo existe en mí. La playa, como la vida, es un continuo buscar hasta soportar la sensación de que las cosas ya no nos sorprenden ni nos esperan. Así que solo quedan las grietas: la licencia de un balón al aire, un patinete con tobogán, unas gafas de bucear, la honra de la crema solar; para conformarnos con ir haciendo nuestra playa más grande. Es la única certeza de que, si llegamos a viejos, siempre podremos ir al mar, a pie o por el televisor, para buscar siempre lo mismo: un recuerdo vivo, agua y espuma, olvidar por un instante lo que es echar de menos.

@juanmaefe

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