Guerra de sombrillas

Sombrillas en una playa.
Sombrillas en una playa.
Elena Fernández / Europa Press

Hay algo de indignidad en la escena pero se repite, al parecer, en muchos lugares de la costa española. 

Con las primeras luces del día, un tipo coloca sombrillas, hamacas y demás bártulos en la playa para luego desaparecer varias horas, hasta volver al mediodía o cuando tenga a bien, con familia o amigos. Lo de coger sitio subleva a muchos de los que llegan después con el único ánimo de estar un rato en la playa. Así que finalmente el ideal de buscar cierta tranquilidad junto al mar -amenazada siempre por músicas estridentes, niños plastas y juegos de pelota- se convierte en una realidad conflictiva, transformando la arena en un campo de batalla, un juego de estrategias a escala real digno del general Rommel.

El problema ha crecido tanto que algunos ayuntamientos han tenido que tomar cartas en el asunto e incluso los tabloides ingleses, generalmente muy atentos a la chabacanería exterior, se han ocupado del asunto a modo de defensa de los turistas británicos y su numerosa colonia.

Lo cierto es que la consideración sobre la sociedad en su conjunto sufre de manera fatal el análisis sosegado de los comportamientos en el espacio público. Las señales son muy claras y constantes. Basta andar por la calle por el centro de una ciudad como Zaragoza. Las muestras de un desprecio no intencionado pero sí ignorante hacia los otros -aquel infierno de Sartre- originan nuevas batallas, larvadas y cotidianas pero no por ello exentas de agresividad.

Agosto revela así alguna ventaja casi clandestina para el traseúnte urbano porque la mayor parte de esa presión que le acompaña se ha trasladado también a la costa. Los mismos que pelean por un trozo de playa o un sitio en la terraza nos aguardan a la vuelta de septiembre para volver a imponerse en el espacio público armados con coches, motos, patinetes, perros y móviles. El tórrido calor es una anécdota en una ciudad relajada y algo más silenciosa. La muchedumbre, por alguna extraña razón, nos seduce. No hay más que ver esa masa de cuerpos pegados entre sí que ilustra las fiestas populares, los conciertos multitudinarios y muchas playas. Uno siempre puede recurrir a los clásicos: Zaragoza, como Madrid, en agosto, con dinero y sin familia, Baden-Baden.

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