Por
  • Andrés García Inda

Diario de verano (II)

La digitalización está personalizando a las máquinas y robotizando a las personas.
La digitalización está personalizando a las máquinas y robotizando a las personas.
Francisco Jiménez

Con la tolvanera electoral -todavía remolineando, como un niño cargante- y el cambio de los exámenes de septiembre a principios de julio parecía que el curso no acababa y el verano se resistía a empezar -éste remoloneando como un niño perezoso-. 

Pero llegó igual que siempre y entró en escena de repente y a destiempo, como un actor despistado o un estudiante pánfilo. Tal vez algo de eso nos pasa a todos: por mucho que nos anticipemos siempre llegamos a deshora, porque lo que uno aprende lo sabe más tarde y nos hacemos conscientes de los aciertos y errores cuando ya pasó la convocatoria.

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A propósito de aprendizajes: Hace unos meses, visitando con unos amigos una ermita en un pueblo de La Rioja, el lugareño que nos la enseñaba nos contó que cierto retablo había costado en su tiempo no sé cuántos ducados. Quizás porque nuestra reacción no fue la adecuada -es decir, porque no fue ninguna- nos aclaró inmediatamente: «Para que lo entiendan, eso equivalía a unos doscientos reales». Seguíamos sin saber lo que eso significaba ni si era poco, mucho o demasiado, pero todos asentimos impresionados.

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Estos días las redes sociales son como una ventana o una prolongación en todas las direcciones posibles a las cuatro esquinas del horizonte, a través de los amigos y conocidos que comparten sus viajes y experiencias de verano: La montaña y el mar, el interior y la costa, de norte a sur y de este a oeste, desde Normandía (¡hola, G.!) a Cádiz (‘salut’, P.!) pasando, cómo no, por Lisboa y la JMJ. Hay para quienes observar esa exposición continua supone una nueva forma de ansiedad, la que genera la envidia o el miedo por estar perdiéndose algo, o todo. Es el llamado FOMO: ‘fear of missing out’. Pero también puede ser una manera de llegar más allá, donde no se puede estar de otro modo, como antiguamente con la correspondencia. Desde aquí uno también siente estar allí, en cada uno de esos parajes y acontecimientos, disfrutando, aunque sea un momento, ese paseo, esa lectura, esa copa o esa puesta de sol. Chinchín.

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Con la luz del sol también se estiran las conversaciones. X nos habla de Y. Es un tipo agradable, divertido y noble, pero quiere ser tan original e imprevisible que todos sus amigos intuyen (y aciertan) lo que va a hacer o decir. En su empeño por apartarse de lo que considera estereotipos culturales dominantes, se ha convertido en la encarnación del más estereotípico y ridículo de todos ellos: el de quien cree que vive al margen de toda imposición o constricción social. Hay quienes insisten tanto en que no les importa lo que piensan los demás, que uno tiende a pensar que lo que más les importa es que los demás piensen eso.

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Para algunos, la condición de una auténtica experiencia vacacional radica en la singularidad de la misma y en su carácter minoritario -por no decir elitista-, ajeno a muchedumbres y aglomeraciones. Aunque ya no exista ningún rincón así, que por lo menos parezca que el lugar que visitamos no ha sido hollado aún por ningún humano. Otros, en cambio, disfrutan más cuando se activa el interruptor de la colmena, que diría un psicólogo, y el ego se diluye en el espíritu del grupo, como en un gran festival. Imagino que quien más aprovecha es quien es capaz de vivir a fondo cada situación sin aborrecer la contraria, lo que toca cuando toca.

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Tomo del Twitter (o como se llame ahora) del psiquiatra Pablo Malo, esta ‘teoría del desajuste’ de Gurwinder Boghal: «Las polillas evolucionaron para guiarse por la luna, una buena estrategia hasta la invención de las lámparas eléctricas, que ahora las llevan por mal camino. Del mismo modo, los humanos evolucionaron para ser tribales, una buena estrategia hasta la Era Digital, que ahora nos lleva a actuar como matones polarizados en línea». Jordi Pigem, por otro lado, insiste en la paradoja de la digitalización del mundo: estamos personalizando las máquinas y robotizando a las personas. Para beneficio de quienes controlan los dispositivos, claro, que así nos manejan mejor a todos.

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Cada verano trae consigo el recuerdo de todos los demás, como hacen las olas con esos pequeños pecios que escupen en la orilla. Como si esos restos que el mar y la memoria nos devuelven periódicamente fueran los mismos cada año, cada vez más romos y desgastados. Hasta que un día o un verano, sin darnos cuenta, ya no vuelven más.

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«La literatura no es un selfi», escribe Valentí Puig en su último y buen diario literario. Y un buen diario tampoco.

Andrés García Inda es profesor de Filosofía del Derecho de la Universidad de Zaragoza

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