Por
  • Fernando Lostao Crespo

Nueva vieja legislación universitaria

Nueva vieja legislación universitaria
Nueva vieja legislación universitaria
A. Donello

La reciente Ley Orgánica 2/2023, del Sistema Universitario –LOSU–, promovida por el ministro de Universidades Joan Subirats, ha supuesto una nueva decepción para casi todos, quizás no tanto por las cosas que regula y cómo las regula –que también–, sino por todas las importantes cuestiones pendientes que siguen sin afrontarse. 

Es opinión mayoritaria que para este viaje no hacían falta alforjas, que esta ley no ha aportado nada relevante y era innecesaria, sobre todo cuando el sector está sufriendo un grave proceso de ‘deslegalización’, es decir, cuando se está dejando la regulación de aspectos fundamentales del sistema universitario a normas de rango inferior: reglamentos administrativos aprobados vía reales decretos.

Ya en la época del anterior ministro, Manuel Castells, se publicaron dos cruciales reales decretos: el de requisitos de universidades y centros, y el de titulaciones universitarias, que regularon aspectos nucleares del derecho a la educación universitaria y la libertad de prestación de los servicios universitarios, que, sin lugar a dudas, hubieran sido más propios de la regulación legal. Ahora, al final de la legislatura, se acaba de aprobar un nuevo decreto sobre doctorado y se nos anunciaba la llegada de otro sobre la acreditación del profesorado.

La LOSU, como pasa últimamente de modo muy frecuente con las leyes, regula deseos más que realidades; establece el objetivo de que la financiación pública de la universidad española llegue al 1% del PIB, siendo que llevamos estancados muchos años en el 0,8%, por debajo de las medias de la Unión Europea y de la OCDE. Este deseo convertido en norma legal no deja de ser un brindis al sol, con poca capacidad de engatusar a los que ya están en el sistema. Además, la financiación de las universidades públicas depende en su inmensa mayoría de las comunidades autónomas y no del Estado, y para más inri lo que todos los indicadores nos auguran es que el año 2024 y siguientes van a ser época de vacas flacas en lo que se refiere a las arcas públicas; solo hay que fijarse en el dato de la alocada deuda pública en la que nos hemos metido.

Algo parecido se puede decir del deseo de estabilizar plantillas del personal docente de las universidades públicas, que no se podrá conseguir si no hay un incremento muy importante de la financiación pública, cosa que como hemos dicho ni está ni se la espera. En las universidades públicas españolas hay en la actualidad nada más y nada menos que 26.000 profesores asociados, que cobran cantidades ínfimas y en muchos casos en régimen de autónomos. La figura del profesor asociado, que estaba pensada para introducir a los profesionales en las aulas universitarias, hoy se ha convertido en una vía para suplir la falta de recursos, y está práctica va a ser muy difícil corregirla, ya que no parece que la solución de aumentar las ratios de horas de docencia de titulares y catedráticos sea una cosa que guste a los colectivos ya asentados.

Así las cosas, parece que la única justificación de la ley universitaria es justo esa, la de poder decir que ha habido una nueva ley universitaria, que se ha reformado el sistema; es decir, el aspecto más promocional o propagandístico en la peor acepción de esta palabra. Pero el dinero no va a caer del cielo como el maná, evitando que la precarización laboral de mucho personal docente e investigador de las universidades públicas siga existiendo; digámoslo de un modo claro: todo esto es una nueva ensoñación.

Nada hay en la ley –ni si siquiera un atisbo– relativo a las grandes cuestiones pendientes de la universidad: la forma en que deben ser gobernadas las universidades públicas, un cambio radical en el sistema de financiación o las relaciones de competencia entre universidades privadas y públicas. España es junto a Italia unos de los pocos países de la OCDE en los que el sistema de designación de los principales cargos universitarios sigue siendo corporativo, elegidos por los propios colectivos universitarios de entre ellos mismos, sin que, como denuncia el actual presidente de la Conferencia de Consejos Sociales de las universidades públicas españolas, Antonio Abril, intervenga la sociedad en dicha elección, siendo que es esta la que financia las universidades y a la que se debería servir. Endogamia esta de la que derivan otros males de la universidad pública, como son sus bajos niveles de transferencia del conocimiento al tejido industrial o su falta de competitividad, y que tampoco le ayuda a paliar su infrafinanciación, aunque esto se deba a otras muchas causas.

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