Multiculturalismo y democracia

Multiculturalismo y democracia
Multiculturalismo y democracia
A. Donello

Hasta hace no mucho, Francia era considerada un país ejemplar por su enorme capacidad para asimilar a los extranjeros que se instalaban allí, por su facilidad para hacer de ellos nuevos franceses. 

Presidentes de la República como Sarkozy, primeros ministros como Bérégovoy, comisarios europeos como Moscovici, generales como Gallieni, escritores como Ionesco, actores como Yves Montand, cantantes como Charles Aznavour, modistos como Paco Rabanne... Todos ellos eran de origen extranjero. Todos ellos vivieron como franceses y contribuyeron a hacer de Francia ese gran país que todos admiramos.

¿Qué ha ocurrido en las últimas décadas? ¿Cómo es posible que en la periferia de París y de otras ciudades francesas hayan surgido comunidades que no se identifican en absoluto con el país que las acoge, barrios enteros en los que con alguna frecuencia se producen estallidos de ira destructora del estilo del que hemos presenciado en este verano de 2023? ¿Cómo puede ser que muchos nietos de los que emigraron no sientan a Francia como su patria sino solo como el país en el que viven, como el obligado proveedor de unos ‘papeles’ que les hacen la vida más fácil ("papeles para todos" dicen algunos activistas)? Un país que, en su opinión, no acaba de aceptarlos, que los considera ciudadanos de segunda. O de tercera.

Lo que estamos viendo es la versión posmoderna del apocalipsis. Un apocalipsis en el que a los cuatro jinetes de siempre (la conquista, la guerra, el hambre y la muerte) se ha unido un quinto: el multiculturalismo.

Los estallidos de ira y violencia gratuita que periódicamente se producen en
la periferia de las grandes ciudades francesas muestran el fracaso del modelo
multiculturalista, que impone un énfasis en las identidades de grupo

Según la lógica del sistema tradicional, los valores laicos que encarnaba la república deberían resultar aceptables para todos y el hecho de que alguien decidiera instalarse en Francia implicaba que los asumía. Y, con ellos, que asumía la cultura francesa, la lengua francesa y el proyecto nacional francés. A partir de ahí, el sistema se ponía en marcha para conseguir la completa asimilación del recién llegado, para hacer de él y de su familia ciudadanos de pleno derecho, miembros libres, iguales y fraternos de la nación francesa ("Liberté, Égalité, Fraternité" es la divisa de la república). Y, en la mayor parte de los casos, el sistema lo conseguía.

En esto llegó la posmodernidad, con su énfasis sobre las identidades personales y de grupo. Según el nuevo paradigma, la asimilación se convertía en aculturación y en lugar de verse como algo positivo pasaba a considerarse casi como un crimen. Los argelinos tenían que seguir siendo argelinos y los vietnamitas, vietnamitas. Debían, en consecuencia, mantener sus costumbres y su apego al país de origen de sus padres o abuelos. El multiculturalismo buscaba evitarles el trauma del desarraigo, pero, sin duda inadvertidamente, los condenaba de por vida a ser ciudadanos de segunda. Una condena que heredarían hijos y nietos.

¿No tenemos ya pruebas suficientes del fracaso total del multiculturalismo, de su incapacidad para vertebrar unas sociedades como las nuestras que, de forma estructural, van a seguir necesitando cada año la incorporación de un número importante de inmigrantes? ¿No sería mejor volver a las viejas recetas, esas que tan buenos resultados dieron en su momento en países como Estados Unidos (el famoso ‘melting pot’, crisol de razas y pueblos) o en la propia Francia?

Un ‘youtuber’ venezolano residente en Madrid criticaba hace unas semanas que muchos de sus compatriotas dijeran (y pensaran) que eran venezolanos y tenían pasaporte español. Error, les decía él. No son solo unos papeles. Sois venezolanos y sois españoles. Esta es también vuestra casa. Aquí vais a hacer vuestra vida y aquí vais a criar a vuestros hijos, que tienen que ser como los hijos de los demás, ciudadanos libres e iguales de un gran país. Nadie os pide que os olvidéis de las arepas, pero ahora el ternasco y el vino de Cariñena son también vuestros. Como las jotas o el Pilar. Como los éxitos y fracasos de ‘la Roja’.

En España seguimos obsesionados con los nacionalismos y las tensiones centro-periferia, problemas, al fin y al cabo, propios del siglo XIX. Más nos valdría volver la vista al siglo XXI, en el que vivimos, y pensar bien qué hacemos para asimilar a los muchos que están llegando. Cómo hacer de ellos nuevos y buenos españoles. El triste ejemplo de Francia sugiere que nos estamos jugando mucho.

(Puede consultar aquí todos los artículos escritos en HERALDO por José Miguel Palacios)

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