Por
  • Andrés García Inda

Pobre Irene

Pobre Irene
Pobre Irene
POL

Supongo que alguien ya habrá escrito sobre esto, porque de una forma u otra de todo se ha escrito. O de casi todo. Y lo original o lo novedoso –que no es mi caso, no teman– no reside en decir algo distinto, sino en cómo, cuándo y dónde decirlo. 

Sobre la forma de nombrar a los políticos, por ejemplo: Los hay que son mencionados por el apellido, como en el colegio (siento la tentación de decir de carrerilla la lista de mi clase de 6º A); y otros en cambio por su nombre de pila, como en la guardería. El caso es que si en una tribuna de opinión alguien escribe estos días ‘pobre Irene’, todos intuyen de quién se está hablando y no solo por el nombre, sino también por el adjetivo, que no expresa desprecio o desconsideración alguna, sino conmiseración e incluso, hasta cierto punto, simpatía, a la vista del pequeño calvario que debe de estar padeciendo con su nombre en boca de todos (de todos ‘los suyos’, cuando menos), apartada de momento de las listas electorales y convertida en una suerte de apestada política, en el pimpampum de todas las tribunas.

A ver, es cierto que ella habrá hecho méritos propios para esa exclusión, porque la popularidad no es sinónimo de prestigio. Seguramente nos falta perspectiva histórica, pero para algunos seguramente es –hasta el momento, que todo es susceptible de empeorar, ya lo sabemos– la peor ministra del peor gobierno de la historia democrática de nuestro país. Y no solo por lo que haya podido hacer durante su mandato (los hay cuya virtud consiste en que no se sepa si han hecho algo o nada), si tenemos en cuenta que la ley estrella de su ministerio, la del ‘solo sí es sí’, se reveló como un enorme desastre jurídico y un tremendo fiasco político. Sino también por la forma de hacerlo, con ese adanismo arrogante, tan característico de la ‘nueva política’, y ese estilo personal gritón, cizañero y despectivo, más dado a alimentar el odio y a sembrar la división que lo contrario. No deja de ser curioso que un nombre tan pacífico haya generado tanta discordia. Quizás la conclusión principal que podría sacarse de todo ello es que, por muy atractiva que parezca inicialmente, la gente acaba cansada de tanta alharaca, tanta conspiración y tanta vocinglería militante. Incluso la ‘propia’ gente.

Muchos de quienes, desde sus propias filas, quieren ahora distanciarse de Irene Montero, la han estado aplaudiendo y jaleando durante cuatro años

Pero también hay algo en el fondo de este asunto que parece hacer de Irene, la pobre, una suerte de chivo expiatorio. O chiva, claro. Y no solo en el terreno personal (que vaya usted a saber qué otro tipo de cuitas privadas o partidistas que desconocemos se ventilan en el debate sobre su incorporación a las listas) sino en el propiamente político. Porque, al fin y al cabo, la mayoría de quienes ahora tratan de distanciarse o muestran desapego hacia la todavía ministra la han estado alentando, aplaudiendo y apoyando tanto en la forma como en el fondo durante estos años, y no únicamente en su propio partido. No sé, a lo mejor en la intimidad de las deliberaciones de los órganos de gobierno o en los pasillos enmoquetados ya le iban adelantando discretamente la ‘autocrítica’; o simplemente han llegado ahora a la conclusión de que alguien debe sacrificarse y asumir la culpa colectiva para evitar la debacle y ella ha tenido el honor de ser la elegida. Así que todo parece reducirse a una mera lucha por el control de los resortes del poder. Sí, ya sé, me dirán que en la relación con el poder esto siempre ha sido así, desde la invención del mundo. Pero eso es algo que los jóvenes heraldos de la nueva política habían venido a cambiar radicalmente, ¿no?

La todavía
ministra de Igualdad debe de estar padeciendo estos días un pequeño calvario

Algo parecido sucede con los gestos expresos de distanciamiento y las dimisiones en bloque que vienen protagonizando algunos candidatos del partido socialista, en protesta por la decisión final del partido sobre la configuración de las listas. Sobre todo cuando algunos (o algunas) de los dimisionarios han votado y apoyado todas y cada una de las decisiones promovidas por su líder y le han estado aplaudiendo fervorosamente –a él y a su conciencia– hasta ayer mismo. O a lo mejor es que en la intimidad hablaban otro lenguaje. Vaya usted a saber.

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