Mi madre
Mi madre
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Fue una de esas mujeres que migraron del campo a la ciudad, como las protagonistas de mi última novela, 'El ramito de azahar'. Mi padre se quedaría aquí terminada la mili, y fueron escribiéndose, relacionándose, en un tiempo todavía sin teléfonos ni apenas libertad.

Los Reyes nunca le llevaron aquel abrigo que tanto deseaba en un invierno de témpanos y churlitos. Sí hay fotografías de una boda en blanco y negro, entre adobes y hierbas de corral, pero con mucho amor. Sus padres asistirían desde el cielo.

Y se vinieron a Zaragoza, a un piso sin ascensor y con solo una estufa, en las Delicias. Con una mesa, dos sillas supongo al principio, un colchón y mi cunita, junto a la cocina de carbón. Dicen que era bonita, que nadie preveía un retraso motórico, pese a que los médicos cometieron con nosotras un error imperdonable, que ya no cometerían cuando nacieron mis hermanos. Comía mal y cogía muchas anginas, pero no paraba, ni de hablar ni con la cabecica –me inventaba poemas y jeroglíficos–, ni de ir por la casa de un lado a otro, de rodillas.

“No te levantarás de ese sillón si no te lees otra hoja de la cartilla”, me decía mi madre, siempre exigente y cálida. Ella solo pudo aprender las primeras letras, hasta los 14 o menos. Pero estaba ahí, con su sabiduría innata: “Tu madre, aquellos párpados de azucena y escarcha, / siempre estaba contigo: / compañera en la noche del desvelo / y a la sombra apacible de los días felices” (Epifanía de la luz).

Ella, puerto seguro de mis primeros pasos, que truncó el sarampión. La gimnasia, cuando íbamos a ver al tío a los Viveros o a Correos a papá, y vuelta a subir a un cuarto piso. Se ponía a la altura de cada hijo, su edad y circunstancia; y cuando traíamos a casa a los amigos era madre de todos.

Nos hicimos mayores. Ayudó a envejecer a sus hermanos, calmosa e intuitiva, dejando discurrir la arena del reloj. Y empezó a atardecer, los nietos le encendieron la luna y las estrellas, a cambio de una poca merienda y algunas chuches. La pandemia hizo su labor. “Ahora, tres décadas después, / cuando miro los ojos de mi madre, / es la abuela quien vuelve del olvido” (Tránsito).

Hoy compartimos la memoria, regresamos al pueblo de la mano, nos damos un beso cada noche. Sigue siendo mi madre, la de siempre, y lo seguirá siendo cuando yo esté a punto de cumplir sus 90. Es ley de vida.

(Puede consultar aquí todos los artículos escritos en HERALDO por María Pilar Martínez Barca)

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