Por
  • Fernando Sanmartín

Cambios

La ceremonia del té tiene para los japoneses un carácter casi sagrado.
La ceremonia del té tiene para los japoneses un carácter casi sagrado.
Álvaro Calvo / HERALDO

Todos, en algún momento, dejamos de ser algo que hemos sido. Es indiscutible. Y da igual que seas frágil, bondadoso, amante de las telenovelas o un tipo toro bravo. Le pasó a san Francisco de Asís, a Ulises, a Pablo de Tarso y a Mariano Rajoy. 

También a mí. Porque en los últimos meses he dejado de ser algo que he sido durante años: bebedor de té; incluso en algunos momentos, y no me escondo, yonqui de esa bebida.

Aunque parezca simple, sencillo y hasta banal, preparar bien un té no es fácil. Sé lo que digo. Como tampoco es fácil hacer un buen cochinillo asado o unas lentejas con arroz que provoquen un pequeño aplauso. Pero dejar el té significa no estar con Okakura Kakuzo ni con el poeta Lu Wu, del que aprendí cómo es la ebullición del agua y que es la segunda fase de la misma el momento preciso de arrojar las hojas del té, sin olvidar que en el tercer hervor resulta necesario echar un poco de agua fría para asentar las hojas y devolver "la juventud al agua".

He dejado el té. Pero quedan en mí los instantes donde pensaba en Sherlock Holmes tomándose uno. Quedan algunos tés que he tomado por ahí fuera, en el desierto de Agafay, en Damasco, en El Cairo o en Palmira un atardecer convertido en caricia infinita, antes de que llegara allí esa gente tan chunga y tan de psiquiátrico que son los islamistas radicales.

Soy otro. Dejar el té es abandonar a Confucio, entrar en el vestuario de lo cotidiano y pensar que el té y la Inteligencia Artificial pertenecen a pandillas diferentes. Dejar el té como el que deja de santiguarse. Por cierto, me he pasado al café.

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