Cuando la muerte se encripta en la mente

Niños ucranianos en un parque ante la mirada de un soldado ruso en en Lugansk.
Niños ucranianos en un parque ante la mirada de un soldado ruso en en Lugansk.
Sergei Ilnitsky

En 1993, una encuesta de Unicef confirmaba lo peor: un 51% de los niños bosnios afirmaba haber presenciado la muerte de una persona. Un 81% había pensado en algún momento que lo iban a matar. Un 72% había sido testigo del bombardeo de su casa. Incluso periodistas con cierta experiencia en aquel conflicto y en otras guerras nos sentimos muy alarmados.

Sabíamos que hasta el rincón más escondido de cualquier ciudad cercada, especialmente en Sarajevo, era peligroso porque los proyectiles nunca seguían una trayectoria lógica. Hubo personas que salvaron la vida por andar por el centro de la calzada y otras que murieron mientras se protegían en un portal o en la habitación supuestamente más segura de su casa.

Es inútil hablar de niños de la guerra; habría que crear categorías como bebés de la guerra, adultos de la guerra, ancianos de la guerra y colocar al lado el dato estadístico

Los niños eran los más vulnerables. Porque podían morir mientras iban al colegio, esperaban su turno en una cola de agua o callejeaban entre las ruinas. Estaba normalizado verlos jugar en zonas especialmente vulnerables. Algunos vestían indumentaria militar y jugaban a juegos de guerra con fusiles de madera.

Un día me topé con un grupo de chavales que jugaban al baloncesto. Había decidido refugiarme en el patio interior de un grupo de viviendas porque la zona estaba siendo intensamente bombardeada. Los chicos ya no se estremecían por las explosiones. Se mostraron heroicos como si estuviera prohibido llorar o sufrir. Otro día cuatro niñas se divertían en el interior de un coche destruido apenas a doscientos metros de los francotiradores que cultivaban diariamente su mortífera efectividad. Tuve que reñirles y convencerlas de que se fuesen a sus casas.

Cuando acabó la guerra de Bosnia-Herzegovina se produjo un ‘boom’ de la reconstrucción. Los negocios de la guerra fueron sustituidos con gran rapidez por los negocios de la paz. Pero casi nadie se interesó por la salud mental de aquellos niños y el dolor, el sufrimiento y la muerte se encriptaron en las profundidades de la mente y allí permanecieron durante años y décadas.

En 2020 me reencontré con algunos de los protagonistas de aquellas fotografías. En las entrevistas empezaron a aparecer los fantasmas de una guerra que hacía un cuarto de siglo que había concluido. Los baloncestistas medían más de dos metros y habían superado los cuarenta años, recordaron con una fiabilidad aplastante el miedo que sentían durante los duros bombardeos contra la plaza de sus juegos y reconocieron que hubiera sido trascendental beneficiarse de algún programa de salud mental en la posguerra.

El dato más insignificante correspondería a los que todavía recuerdan su país en paz

Cuando era muy joven, un niño salvadoreño me preguntó con qué países combatía el mío. Le dije que los españoles, que habíamos vivido siglos de enfrentamientos bélicos interminables, incluida una brutal guerra civil, vivíamos en paz desde hacía décadas. Me miró con una infinita tristeza y me preguntó: "¿Cómo es un país sin guerra?". Y me fue imposible responderle.

En mi tercer mes de mi primer curso de Periodismo, los soviéticos invadieron Afganistán. Hace ya más de 43 años de aquel diciembre de 1979. Entonces la esperanza de vida era de casi 40 años. En 1984, coincidiendo con mi licenciatura, era de apenas de 33 años. Aunque en los últimos años ha mejorado mucho, es bien difícil encontrar afganos que sepan lo que significa la palabra Paz. Nacieron, crecieron, se casaron, envejecieron y murieron en guerra. Por ello es inútil hablar de niños de la guerra.

Habría que crear categorías como bebés de la guerra, adultos de la guerra, ancianos de la guerra y colocar al lado el dato estadístico. Desgraciadamente, el dato más insignificante correspondería a los que todavía recuerdan su país en paz.

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