Por
  • Andrés García Inda

Dios lo ve

Dios lo ve
Dios lo ve
POL

Hace unos días, L. me mandó un mensaje al móvil con un acuerdo de la sala de gobierno del Tribunal Superior de Justicia de Murcia que no autorizaba en su sede judicial la celebración de un acto del Ministerio de Justicia

Al parecer, el secretario de Estado de Justicia quería presentar o inaugurar allí esta semana la ‘fase II de la Ciudad de la Justicia’, que curiosamente hace once años que está en funcionamiento. "Esto te da para un artículo, ¿no?, me dijo L.". Supongo que sí, pensé, si supiera por dónde cogerlo. Podríamos tomarlo con benevolencia, quizás, como una muestra del espíritu cartujano del Ministerio, por analogía con la gestación del documental ‘El gran silencio’, de Philip Gröning, que en 1984 pidió permiso a la orden de los cartujos para rodar su película en Saint-Pierre-de-Chartreuse y recibió la respuesta dieciséis años después. Pero, más que con la lentitud y el sosiego monástico, me temo que la iniciativa del Ministerio tendría que ver con las prisas y la ansiedad que genera encontrarse a las puertas de una campaña electoral y la necesidad urgente de mostrarse y hacerse ver inaugurando lo que sea. Y donde sea.

Una curiosa anécdota del Ministerio de Justicia nos lleva a pensar que la política se ha convertido en la mejor expresión de la ‘sociedad del espectáculo’

Aunque en realidad hace ya mucho tiempo que vivimos en permanente campaña electoral. La política no es sólo un ejemplo, sino seguramente la mejor expresión de eso que se ha dado en llamar ‘la sociedad del espectáculo’. Si en las fases anteriores de la dominación el ser había sido suplantado por el tener, decía Guy Debord, en el momento actual el tener se ha deslizado al parecer: "El espectáculo señala el momento en que la mercancía ha alcanzado la ocupación total de la vida social". 

La expansión de las redes sociales seguramente ha contribuido a agudizar y profundizar en esa dinámica. En la lógica de las redes solo vale lo que se ve y solo se ve lo que, presuntamente, vale. Y cuanto más se aparenta y se ve, al parecer, vale más. De ahí el empeño en conseguir el mayor número de visualizaciones o de ‘likes’ para lo que sea, que inmediatamente se convertirá en una obra de referencia, aunque sea un urinario o un eructo. Y de ahí también el desprecio o la indiferencia cada vez mayor hacia lo que no podemos mostrar, hacia lo que permanece oculto.

Andaba estos días viendo y leyendo cosas sobre ‘Ordet’, la película del cineasta danés Carl Theodor Dreyer empeñada precisamente en hablar de lo que no se puede ver. Quienes saben de cine, que no es mi caso, dicen que es una de las más grandes realizaciones del séptimo arte. Curioseando sobre el tema, me sorprendió el cuidado que al parecer ponía el director al elegir los colores y los tonos de los escenarios (las paredes amarillas de la cocina) de una película de 1955 que se rodaba y se proyectaría después en blanco y negro; unos colores que, aparentemente, nadie iba a ver. ¿O sí? Quizás podría haberse incluido el caso de Dreyer en el libro que el arquitecto y pintor Óscar Tusquets dedicó a repasar obras artísticas (arquitectónicas, escultóricas, pictóricas, cinematográficas, etc.) que fueron diseñadas y creadas para no ser vistas. Entre otros, Tusquets cuenta el ejemplo del arquitecto y urbanista británico sir Edwin Lutyens, famoso entre otras cosas por el diseño de la ciudad de Nueva Delhi. En una ocasión, cuando uno de sus colaboradores estaba dibujando la fachada trasera de una casa que estaban diseñando en el estudio, Lutyens observó que la posición de una de las ventanas rompía la geometría general del proyecto. El colaborador le respondió que no había problema porque, por la disposición de la ventana, nadie podría ver la falta de rigor geométrico; a lo que el arquitecto repuso: "Dios sí lo ve".

Se da por hecho que lo que no se ve no existe y que, por eso, no importa. ¿Estamos seguros?

Tusquets, agnóstico él, cavilaba si no habrá en realidad una cierta relación entre la pérdida de esa dimensión espiritual del arte (reducido únicamente a lo que se puede ver) y su mercantilización. Y tal vez algo similar podríamos pensar de la ciencia o de la política. Porque la autoexigencia de coherencia y perfección formal, o la preocupación por el trabajo bien hecho más allá de la aprobación social o el éxito temporal no es algo innato; se educa. ¿No habría que hacer por eso como si Dios existiese y pudiese juzgar nuestras obras?, se preguntaba Tusquets.

Pero hablábamos de inauguraciones, ¿no?

Comentarios
Debes estar registrado para poder visualizar los comentarios Regístrate gratis Iniciar sesión