Adjunto a la Dirección de HERALDO DE ARAGÓN

Consensos que hoy no serían

Consensos que hoy no serían
Consensos que hoy no serían
Krisis'22

Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos…". 

Con esta frase poderosa comienza el texto de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, que nació cuando la comunidad internacional se despertaba de una de sus noches más largas y oscuras, la Segunda Guerra Mundial. Al leer hoy la Declaración cuesta creer que los 56 países miembros de la ONU se pusieran de acuerdo aquel 10 de diciembre de 1948 para firmarla como un ideal común para todos los pueblos y naciones. Sus inductores, personajes como Eleanore Rooselvelt, eran conscientes de que no se daban las condiciones para que todos los seres humanos disfrutasen de esos derechos, pero tenían la decidida voluntad de que ningún régimen político pudiera presentarse como legítimo sin reconocerlos y sin tratar de garantizarlos.

Siete décadas más tarde, este consenso sobre valores humanos sería imposible. Los bloques asiáticos, musulmán y africano los rechazarían por considerarlos individualistas y eurocéntricos. Los países de Asia disentirían en lo que se refiere al papel del individuo. Los árabes no estarían de acuerdo respecto al papel de la mujer. Son sociedades que han vivido una evolución cultural propia, sin un Renacimiento que haya puesto al hombre en el centro del universo, ni una Ilustración que haya puesto la duda en el centro del debate. Los chinos piensan que el principio de autoridad y el de respeto a los mayores son más importantes. Y los árabes creen que la religión debe tener un protagonismo en la vida pública que Occidente ha relegado a la vida privada. La represión que estos días se está viendo en China o en Catar es la última muestra de una flagrante violación de derechos básicos como los de expresión o manifestación.

En la actualidad no podría alcanzarse, pues, aquel acuerdo de 1948, a pesar de que la Declaración está considerada como un hito en la historia de la Humanidad. No es tiempo de consensos, sino de polarizaciones. En España, por ejemplo, tampoco sería posible una unanimidad como la que alumbró la Constitución de 1978. La falta de voluntad de entendimiento entre los partidos es tal que ni siquiera son capaces de pactar la renovación del Consejo del Poder Judicial. La actual generación de líderes tiene una capacidad para la competición electoral permanente tan extraordinaria que hace que, cuando llegan a las instituciones, no sepan cooperar.

Ante la celebración del Día de la Constitución, hay que convenir que la Carta Magna de 1978 o la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 son dos
hitos que surgieron de grandes consensos que hoy serían imposibles 

El próximo martes se celebrará el 44º aniversario de la Ley Fundamental española en un ambiente nada propicio para hablar de cohesión, avenencia o servicio en común a los ciudadanos. Pedro Sánchez y Alberto Nuñez Feijóo no quieren ceder ni siquiera por el nombre de un magistrado del Tribunal Constitucional. Hace algo más de cuatro décadas, todos los protagonistas de la Transición renunciaron a mucho más: Felipe González, al marxismo; Adolfo Suárez, al Movimiento; Manuel Fraga, al franquismo; y Santiago Carrillo, a la república.

En el escenario internacional, los numerosos regímenes autoritarios y nacionalistas (desde Pekín a Moscú) niegan los derechos humanos apoyándose en el principio postmoderno de que hay que rechazar la pretensión ilustrada de afirmar verdades universalmente válidas porque desprecia las diferencias culturales, lo local, lo identitario. Ese perverso relativismo de los valores hace que todas las culturas deban ser consideradas igualmente válidas, también las que defienden la guerra, el machismo o la ablación del clítoris. Quienes defienden el respeto a las particularidades culturales rechazan el carácter individual de los derechos humanos: una persona tiene unos derechos y unos deberes por ser un ser humano, no por su raza, nacionalidad, color de piel o raíz cultural (Savater).

A los líderes de muchos países y a los políticos españoles les falta lo mismo: alicientes para cooperar. El actual ‘statu quo’ les permite anclarse al poder. Por eso, el desacuerdo es más conservador que el acuerdo; cuanto más polarizada está una sociedad o un país menos capaz es de transformarse. 

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