Adjunto a la Dirección de HERALDO DE ARAGÓN

La unión hace la fuerza

La unión hace la fuerza
La unión hace la fuerza
Heraldo

La anterior gran crisis energética estalló en 1973. 

El origen fue que los países árabes de la OPEP dejaron sin petróleo a aquellos que habían apoyado a Israel en la guerra del Yom Kippur. La actual es por otro conflicto bélico, el de Ucrania. También Rusia castiga a los países que respaldan a Kiev. La receta del 73 fue ahorrar; la de ahora, subvencionar.

Para superar la recesión de los años setenta, Occidente apostó por un modelo neoliberal, liderado por Thatcher y Reagan. Ante la impotencia de las recetas keynesianas, se impuso la tesis de que "el Estado no es la solución, sino el problema". El desmoronamiento del bloque soviético, en 1989, contribuyó a legitimar este modelo, descrito por Fukuyama como el ‘único viable’.

Lo cierto es que el relato neoliberal se impuso con Hayek, Popper o el propio Fukuyama. Pero ese neoliberalismo, sobre todo financiero, saltó por los aires en 2008 y Occidente entró en otra aguda recesión, cuya mala gestión acabó generando un auge del populismo y del autoritarismo (Trump, Le Pen, Salvini, Boris Johnson) que persiste en la actualidad (Meloni, Orban, Bolsonaro).

Las derechas andan obsesionadas en Occidente con los impuestos. Las izquierdas,
en cambio, se han obnubilado con los derechos de las minorías

La crisis energética de 2022 se está abordando de forma muy distinta. Ahora, el Estado no es el problema sino la solución. Los gobiernos occidentales, reforzados por la gestión de la pandemia de la covid, han optado por fortalecer el llamado ‘escudo social’ e intervenir en los mercados. Sin embargo, el millonario refuerzo de las políticas sociales no consigue reconstruir lo que representa uno de los pilares de un país: la cohesión social.

Lo han descrito el Nobel de Economía Angus Deaton y su mujer, la también profesora de Princeton Anne Case, en ‘Muertes por desesperación y el futuro del capitalismo’ (2020). Y no se trata de la visión triste de dos derrotistas, puesto que Deaton logró fama mundial con un libro anterior, ‘El gran escape’ (2013), que mostraba cómo el capitalismo propició en los últimos 250 años un progreso material inimaginable.

Lo cierto es que, durante las últimas décadas, los países occidentales arrastran una intensa desintegración social y una creciente polarización. Aunque hay datos que avalan la tesis de que vivimos en la mejor época que ha conocido la especie humana (Steven Pinker), economistas como Piketty han confirmado también que las sociedades se fraccionan progresivamente en dos partes: por un lado, una minoría bien educada, con idiomas, conectada y con buenos salarios; por otro lado, una mayoría de ciudadanos empobrecidos, con menor formación y menos habilidades digitales, con empleos en sectores en decadencia, amenazados por el paro o la precariedad. Los populismos rentabilizan esta brecha y alimentan otras: élite/pueblo, cosmopolitismo/nacionalismo, viejos/jóvenes, costa/interior, hombre/mujer...

Teóricos del ‘comunitarismo’, como el premio Princesa de Asturias Michael Sandel, apelan a cerrar las brechas que socavan la solidaridad y potencian vidas cada vez más separadas. Un sector de la población manda a sus hijos a colegios privados, se paga un seguro de salud para no tener que soportar listas de espera, vive en urbanizaciones y contrata servicios de seguridad por lo que depende menos de la protección de la Policía, compra varios coches y ya no necesita el transporte municipal, compra ‘on line’ y ya no pisa el pequeño comercio… De este modo, la sociedad se divide en compartimentos estancos.

Unos y otros
ignoran el riesgo profundo de nuestra época: la cohesión social

Esta segregación social tiene dos efectos nocivos. Uno, fiscal: los servicios públicos se deterioran puesto que quienes ya no los usan están menos dispuestos a costearlos con sus impuestos. Otro cívico: las instalaciones públicas (desde parques a colegios y ambulatorios) dejan de ser lugares donde se encuentran ciudadanos con diferente suerte en la vida para reforzar el sentimiento comunitario.

Una comunidad no puede sobrevivir durante mucho tiempo sin que sus miembros se mezclen y dediquen algo de su atención, energía y recursos a proyectos compartidos

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