Adjunto a la Dirección de HERALDO DE ARAGÓN

Electoralismo fiscal

Electoralismo fiscal
Electoralismo fiscal
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Un turolense, Francisco Comín, está considerado como el mejor historiador de la Hacienda en la España contemporánea. 

En su amplísima bibliografía, el catedrático de la Universidad de Alcalá ha examinado en profundidad el sistema tributario del franquismo, que carecía de cualquier racionalidad y equidad, pues se había creado por una acumulación desordenada de impuestos desde 1845, atendiendo siempre a principios tributarios decimonónicos. Frente a los avances racionalizadores del período previo al golpe de Estado, Franco dio marcha atrás. Cuatro décadas más tarde, la muerte del dictador dio lugar a la sustitución de aquella maraña de impuestos por una fiscalidad moderna y progresiva, propia del Estado del bienestar que Europa había creado sobre las cenizas de la II Guerra Mundial.

La democracia pudo, por fin, actualizar las cuentas públicas. La puesta en marcha del Estado del bienestar pudo hacerse gracias a un incremento notable de la presión fiscal por la introducción de impuestos directos personales, generales y progresivos (IRPF, Patrimonio) e impuestos generales sobre el volumen de ventas (IVA). De este modo, la Hacienda española dejó de ser pobre y los sucesivos gobiernos pudieron aumentar los gastos sociales.

La reforma fiscal fue acordada en los Pactos de la Moncloa (1977), que actuaron como un contrato social equivalente al que las naciones occidentales había construido tras la II Guerra Mundial. En 1945, las izquierdas europeas (el socialismo democrático y el laborismo británico) se comprometieron a apoyar el modelo de economía de mercado y libre empresa; a cambio, las derechas (democracia-cristiana y el liberalismo más keynesiano) respaldaron el Estado del bienestar para repartir mejor la prosperidad mediante programas de gasto social e impuestos progresivos.

En los Pactos de la Moncloa, todos los actores políticos y sociales asumieron que solo un alto grado de cohesión ciudadana permitiría superar la grave crisis económica de los años setenta, modernizar el país y alcanzar el desarrollo de los vecinos del norte. Para lograr dicho objetivo, el Estado debía impulsar la economía y redistribuir la riqueza mediante políticas sociales como la educación y la sanidad públicas.

Desde el nacimiento del Estado moderno (siglo XVI) y, sobre todo, desde el inicio del Estado social de Derecho (siglo XX) estuvo claro que una de las claves
del desarrollo de un país es disponer de un sistema fiscal justo

El espíritu de los Pactos de la Moncloa se trasladó al texto de la Constitución de 1978, cuyo artículo 40 encomienda a "los poderes públicos" la promoción del "progreso social y económico" y "distribución de la renta regional y personal más equitativa"; además, el artículo 128 supedita la riqueza al interés general.

Sea como fuere, el sistema tributario de la democracia siguió siendo regresivo por el peso de la tributación indirecta (IVA e impuestos especiales) y porque la tributación directa continuó recayendo básicamente sobre los asalariados por la facilidad del fraude fiscal. La consecuencia fue que la recaudación no aumentó al ritmo del crecimiento de los gastos. Para financiar los elevados déficits se recurrió a ingresos extraordinarios, tanto por la privatización de empresas públicas como a través del endeudamiento.

Los especialistas advierten que, en la etapa democrática como en los regímenes constitucionales del siglo XIX, el déficit público no habría existido si el Estado hubiera impedido que amplias capas de la población defraudaran a la Hacienda.

Con este contexto histórico como telón de fondo, sorprende la actual competición en España por bajar impuestos, sin atender a que desde la UE, la OCDE o el FMI están recomendado no tocarlos en este momento. PP y PSOE, como defensores de la Constitución y del ‘régimen del 78’, deberían ser los primeros en querer preservar el espíritu de la Transición: sostener un sólido Estado del bienestar y una imprescindible cohesión social. Quizás pretendan compensar la reducción de ingresos en la Hacienda pública acabando con el fraude fiscal y los gastos ineficientes. ¡Ojalá! Lo que no plantea duda es que, como ha demostrado Francisco Comín en sus estudios, la clave del desarrollo de todo Estado radica en sus impuestos.

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