Las malas cartas

Foto de archivo de una clase en un instituto de Zaragoza
Foto de archivo de una clase en un instituto
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Pongamos que se llamaba García. 

Era compañero de clase de mis hijas, jugaba al fútbol con ellas en la plaza. Era gamberro y simpático, se olvidaba los libros, no hacía los deberes, se saltaba exámenes, había repetido ya algún curso, tenía poco apoyo en casa con los estudios. Los profesores le tenían cariño y trataban de ayudarle. Lo veía a menudo por el barrio, dando una vuelta, juntándose con chicos mayores, con un cigarro o una pelota. Siempre saludaba amable. Luego, en el cambio del colegio al instituto, le perdimos la pista. ¿Qué habrá sido de García?, nos preguntamos en casa a menudo o comentamos cuando me encuentro con algún profesor del cole. Me acuerdo de él cuando se anuncian nuevas leyes educativas, cuando se publican noticias de los nuevos currículos, de las polémicas sobre deberes sí o no, exámenes extraordinarios de recuperación sí o no, jornada continua o partida, debates sobre si es mejor un modelo memorístico o uno más basado en competencias. Los eternos debates del sistema educativo. Me acordé de él cuando leí hace unos días en el HERALDO la carta de una orientadora de un instituto de Huesca. "Juan tiene 13 años. El último día que vino al instituto lo trajo la Policía Nacional. A ratos desbaratado, cariñoso y cada vez más perdido (…). No hay recursos para atender a un crío al que le han tocado malas cartas en la vida". Hay muchos Juanes y muchos Garcías. Sigo creyendo en el poder transformador e igualitario de la educación. Pero la escuela no puede hacer milagros sin los recursos suficientes.

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