'El faro de Zaragoza'
Faros.
Oliver Duch

A veces, en mitad del invierno, me asalta un recuerdo del verano. 

Puede ser el color de un atardecer en Cádiz, el sabor de unas zamburiñas en la playa de Langosteira o un baño en la piscina de Cervera. Hoy he soñado que me asomaba a la ventana de nuestro piso en Zaragoza y tenía ante mí la Torre de Hércules. Me fascinan los faros, solitarios y poderosos, que nos vigilan y guían desde lo alto, que nos protegen de peligros y piratas, que resisten a temporales y al paso del tiempo, que nos recuerdan nuestra fragilidad. La Torre de Hércules, que guardo en el álbum de fotos del pasado verano, tiene cerca de 2000 años de antigüedad y aún sigue funcionando en La Coruña. Leo que en nuestras costas se alzan 187 faros. En Zaragoza, lo más parecido que tenemos a un faro es la torre de la Cámara de Comercio. También podrían ser la torre de la Seo, la de la Magdalena, la desaparecida Torre Nueva o el perfil del Moncayo desde el puente de Piedra.

En esta pandemia que se está haciendo tan larga, siento que los faros son más necesarios que nunca. Faros que nos iluminen con serenidad, rigor, base científica, sentido común, empatía, sensibilidad, calma, pensando en el bien común y no en ganar un puñado de votos o de ‘likes’. Necesitamos, también, otros pequeños faros que nos alumbren en el largo invierno. Cada uno tiene los suyos. Puede ser un concierto, un libro, la película familiar de los viernes, el partido de fútbol de las hijas del fin de semana, una carrera con amigas, un café, los planes para el próximo viaje.

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