Por
  • Alicia Asín

Gratis, no

Rebajas de verano en Zaragoza.
'Gratis, no'
Guillermo Mestre

El otro día tuve una dosis de vieja y buena normalidad: me fui de rebajas. 

En las tres tiendas en las que estuve me preguntaron en la caja si tenía tarjeta de fidelidad. No. "No pasa nada", me respondían solícitas. "Nos das tus datos y en un momento la hacemos, así acumulas los puntos de esta compra". Cuando les respondía que lo que no quería era que tuvieran mis datos me miraban extrañadas e intentaban volver a explicarme a lo que estaba renunciando. Tras su amabilidad no encontré un atisbo de comprensión a por qué me negaba a vender mis datos por una miseria. 

Las tarjetas de fidelidad de las tiendas son mucho más antiguas que las redes sociales y los smartphones, porque el ansia de saberlo todo sobre los clientes no lo inventó la tecnología, sino que ésta se ha desarrollado para satisfacer una demanda existente. Lo digo porque en un mundo cada vez más consciente sobre la importancia de la privacidad, del valor de los datos individuales y que generalmente tiende a demonizar la tecnología, me ha sorprendido que aceptemos tan inocente y de buen grado vender nuestros datos personales por un pequeño y futuro descuento. Al menos, en el caso de muchas aplicaciones, obtenemos nuestra recompensa con un producto gratuito mientras se recaban nuestros datos. Lo sé, he retorcido el ejemplo hasta el límite. Pero nuestra privacidad es un asunto suficientemente serio como para reflexionar sobre ello tanto si captan nuestros datos de forma ‘online’ como si lo hacen ‘offline’ mientras estamos distraídos a pie de tienda.

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