Grandes hombres, ¿o no tanto?

Opinión
'Grandes hombres, ¿o no tanto?
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Hay escritores y creadores a los que la vida atacó en algún momento con saña. Muchos supieron hacer frente a sus problemas y responsabilidades y, pese al dolor, la rebeldía y la desesperación del ‘por qué a mí’, se comportaron como hijos, padres, esposos o amantes ejemplares y estuvieron al lado de sus seres queridos hasta el final. En Aragón tenemos algunos buenos ejemplos.

No todos, sin embargo, fueron capaces de actuar del mismo modo. Aquí no estamos para juzgar a nadie, pues ninguno sabemos con qué actitud afrontaríamos determinados problemas, pero sí es verdad que algunos grandes hombres sólo han vivido para sí mismos y apenas han sabido dedicar tiempo a los demás, cultivar afectos y despertar cariño. Fueron admirados y respetados, incluso temidos, pero rara vez queridos. Y esto es especialmente significativo en el caso de los varones, que siempre tuvieron detrás a mujeres abnegadas que les permitieron dedicarse en exclusiva a su obra y solucionaron sus problemas domésticos: el caso de Juan Ramón con Zenobia es paradigmático, o el de Miguel de Unamuno, que apenas se ocupó de sus 9 hijos.

Es bien conocido el caso de Pablo Neruda, que abandonó a su hija enferma y de la que ya nunca quiso saber nada. Neruda se casó en 1930 con la holando-indonesia María-Antonia Hagenaar (a la que llamaba Maruca) cuando era cónsul en Batavia, la actual Yakarta, entonces capital de las Indias Orientales Neerlandesas, y en agosto de 1934 nació en Madrid su hija Malva-Marina, enferma de hidrocefalia. Su cabeza era desproporcionada, lo que llevó a Vicente Aleixandre a escribir que a la pobre niña no se la podía "mirar sin dolor". Neruda no se resignó a tener una hija enferma y en 1936 abandonó a su mujer y a Malva-Marina en Montecarlo, ciudad a la que habían llegado huyendo de la guerra. Para entonces Neruda ya mantenía relaciones con la argentina Delia del Carril. Maruca llegó con su hija hasta Holanda y, no pudiendo hacerse cargo de ésta (le pidió dinero al poeta chileno sin obtener respuesta), la dio en adopción a una familia de Gouda, donde la niña moriría en marzo de 1943, sin cumplir todavía los 9 años. Hagenaar avisó a Neruda de la muerte de su hija a través del Consulado de Chile en La Haya, pero éste nunca se puso en contacto con ella.

Ortega y Gasset también fue a lo suyo. Contó su biógrafo Gregorio Morán, en ‘El maestro en el erial’, que "la familia le importó un comino siempre" y que "detestaba a los niños, en general", llegando a escribir: "Soy incompatible con la infancia". Su opinión sobre el matrimonio era también demoledora: "El casamiento no tiene que ver con el amor si no es ‘per accidens", y recuerda Morán una carta de Ortega a su confidente argentino, Jaime Perriaux, en 1951, en la que se declara "enemigo acérrimo del matrimonio". Morán cuenta cómo Lolita Franco –la mujer de su discípulo predilecto Julián Marías–, que sentía gran admiración por el filósofo, de quien también había sido alumna en la Universidad de Madrid, le escribió a Ortega una carta demoledora en la que se le quejaba amargamente de que cuando murió su hijo Julián, con solo tres años, no recibió de él, más allá de un protocolario telegrama de pésame, ni una carta, ni una visita, ni una llamada, pese a que la familia Marías era casi parte de la suya y pese a que le había prometido que pasaría a verla al volver a Madrid. De ahí que Morán hable en su biografía de la "insensibilidad del filósofo, de su falta de cariño hacia todos los que le rodeaban, ya fueran parientes, amigos íntimos o señoras circunstanciales".

El caso de Arthur Miller es también digno de mención. En noviembre de 1966, la tercera esposa del escritor, la fotógrafa Inge Morath, a la que conoció en el rodaje de ‘Vidas rebeldes’ cuando iba a fotografiar a su anterior esposa, Marilyn Monroe, dio a luz a un hijo, Daniel, con síndrome de Down. Al poco de nacer, el niño, por decisión de Miller, y con la oposición al parecer de Morath, fue entregado a un centro asistencial de Nueva York y unos años más tarde trasladado a una escuela para discapacitados en Connecticut. Daniel desapareció para siempre de la vida de Miller, aunque al final de sus días acabaría incluyéndolo en su testamento.

Hace un tiempo el hijo de un brillante y respetadísimo catedrático ya fallecido me contó el caso de su familia. Eran muchos hermanos y su padre apenas sabía el nombre de sus hijos, a los que confundía habitualmente. Los hermanos comían juntos con el servicio y sus padres lo hacían en otra habitación. Y lo mejor era que cuando se iban de vacaciones alquilaban dos apartamentos: uno para la madre y los hijos y otro para el padre, de modo que éste pudiera trabajar tranquilo –eso sí, de sol a sol, que la excelencia no se alcanza sin trabajo– y los hijos no lo molestaran. "Menuda infancia", me dijo, y pensé que para ser feliz no hay como nacer entre gente humilde.

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