Francisco Gayé, el aragonés que le salvó la vida a Escrivá de Balaguer

Cajero de banco, logró para el fundador del Opus Dei los billetes que necesitaba para huir de la guerra civil. Murió durante un partido en la Romareda

Francisco Gayé y Josemaría Escrivá de Balaguer
Francisco Gayé y Josemaría Escrivá de Balaguer en 1937 con la bandera de Honduras en la americana. 
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El Real Zaragoza-Atlético de Madrid fue uno de los mejores partidos que se vio en la Romareda en la temporada 1978-79, que estuvo llena de monumentos al fútbol: Boskov hizo que el equipo jugara con dos medios y cuatro delanteros. Amorrortu metió el primero casi después del pitido inicial, 1-0. Empató Rubén Cano en el 9. Pichi Alonso se volvió a adelantar para los blanquillos en el 14, pero antes de llegar al descanso Leal y Julio Alberto le dieron la vuelta al marcador, 2-3 para los madrileños. Lasa y Arrúa, que entonces era ya el único rescoldo de los zaraguayos, cerraron el marcador en la segunda parte, 4-3. Victoria zaragocista en una tarde luminosa, 24 de septiembre de 1978. Pero no todo fue felicidad en las gradas. En el carrusel de emociones un espectador sufrió un infarto y, aunque fue trasladado a la cercana Casa Grande, hoy hospital Miguel Servet, nada se pudo hacer por salvarle. Aquel hombre casi anónimo se llamaba Francisco Gayé Monzón, había nacido en 1915 en Villanueva de Gállego (Zaragoza) y llevó la vida apacible que cabe esperar de alguien que toda su vida ha trabajado en un banco. Alguien que de joven toma el ascensor social del rigor para ir subiendo desde cajero a director de sucursal.

Gayé quiso llevarse a la tumba un secreto. Durante la Guerra Civil, cuando trabajaba en una sucursal del Banco Hispano Americano de Barcelona, le proporcionó a Josemaría Escrivá de Balaguer el tipo de dinero que este necesitaba para cruzar la frontera por Andorra y llegar a la España ‘nacional’. La historia de la Iglesia en el siglo XX, y por tanto también la de España, seguramente tendría alguna página distinta si Escrivá hubiera sido identificado y detenido. Entonces el Opus Dei era poco más que un grupo de amigos: lo integraban tan solo 21 hombres y 5 mujeres.

Dejando a un lado la ucronía, nos podemos situar en Barcelona el 22 de octubre de 1937. Quince meses de guerra civil. Dos zaragozanos que llevan mucho tiempo sin verse se encuentran casualmente en las Ramblas. Esa mañana, entonces sin saberlo, se estrechan las manos dos universos. Uno de los jóvenes es Francisco Gayé.

"Su padre, que se llamaba como él, era un terrateniente de Peñaflor y había fallecido en 1927 –señala Carlos Urzainqui, historiador de Villanueva de Gállego que ha estudiado la figura de su paisano–. Su madre, Pilar Monzón, maestra, se había jubilado en 1935 y se había ido a vivir con su hijo a Badalona. Francisco Gayé, hijo, que entonces tenía 22 años, era cajero en la sucursal del Banco Hispano Americano de la calle de Fontanella de Barcelona".

El joven con quien se encontró en las Ramblas era también oriundo de Villanueva de Gállego: Tomás Alvira Alvira, hijo del fundador de las escuelas de Montemolín. La Guerra Civil le había sorprendido en Madrid, adonde se había desplazado para hacer las oposiciones a agregado de instituto. "Los dos jóvenes charlaron animadamente y, en un momento dado, Francisco, Paco, como todo el mundo lo ha conocido, le hizo a Tomás una confesión personal –relata Carlos Urzainqui–. Estaba preocupado porque su madre, muy religiosa, llevaba un tiempo apenada y entristecida porque no oía misa, confesaba y comulgaba desde hacía casi año y medio. Y entonces Tomás le contestó: “Eso tiene solución”».

Francisco Gayé, de joven, junto a sus padres y hermana.
Francisco Gayé, de joven, junto a sus padres y hermana.
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Tomás Alvira parecía solo pero no lo estaba. En realidad era un hombre en fuga. Había llegado a la estación de Francia de Barcelona el 10 de octubre de 1937. Le acompañaban Juan Jiménez Vargas, médico que había eludido milagrosamente el paredón en Madrid y posteriormente había desertado de un batallón anarquista; Manuel Sainz de los Terreros, un ingeniero que había evitado a los milicianos no sin antes hacerse con documentos en blanco para falsificar salvoconductos; José María Albareda, químico que había perdido a su padre y a uno de sus hermanos en los primeros días de la guerra en su Caspe natal, a manos de la columna Durruti; y Josemaría Escrivá de Balaguer.

El sacerdote barbastrense tenía entonces 35 años y había estado en Madrid, alojado en domicilios particulares y en un establecimiento psiquiátrico, hasta que en marzo de 1937 logró refugiarse en la Legación de Honduras. Allí obtuvo un certificado del cónsul que le identificaba como intendente general de la legación, y con eso y un salvoconducto falsificado a nombre de José Escriba Albás, abogado de la CNT, escapó de la capital. Cuando Escrivá salía a la calle lo hacía con una enorme bandera de Honduras en la americana, indicando así que era miembro o trabajador de su cuerpo diplomático.

Los cinco hombres tenían sobrados motivos para abandonar la España republicana. Salieron de la capital rumbo a Valencia, viajando separados para no levantar sospechas. Y en la capital del Turia tomaron otro tren que, tras un agotador viaje de 13 horas, les llevó a Barcelona.

Una ciudad llena de peligros

Ninguno disponía de contactos salvo Albareda, que era el único que viajaba con documentación auténtica. En la ciudad condal estaba su madre, Pilar Herrera, refugiada junto a sus nietos y con nombre falso en un chalé de la avenida de la República Argentina. Una hija de la dueña de la vivienda había puesto en la puerta de la calle un cartel de la FAI para disimular. Un hermano de Albareda, Manuel, estaba en San Juan de Luz ayudando a los que lograban pasar la frontera, reintegrándolos a la España franquista a través de Hendaya. Y la madre tenía contactos con una red que se dedicaba a pasar los Pirineos. Con ella había puesto ya a salvo a uno de sus hijos y su nuera, y por eso escribió a José María Albareda a Madrid para que usara la misma vía de escape. Otro sacerdote aragonés, Pascual Galindo, años después archivero de la Seo zaragozana, también la había empleado.

Los cinco fugitivos tenían el plan claro: en Barcelona solo iban a estar de paso, en cuanto la madre de Albareda les facilitara los contactos necesarios emprenderían el viaje a Francia con rapidez. "Las cosas se complicaron y tuvieron que quedarse más tiempo del previsto", señala Urzainqui.

Cuarenta y un días. El contacto era alguien llamado ‘Mateo’, por el que tenían que preguntar en el restaurante Buenavista, en la Ronda de San Antonio. Un sobrino suyo dirigía la red de evasión desde la localidad de Peramola, a 60 kilómetros de Andorra. Hoy se estima que desde julio de 1936 a noviembre de 1937 esa red organizó 48 expediciones y ‘pasó’ a 3.200 personas.

El modus operandi era siempre el mismo: había que tomar un autobús hasta llegar a Oliana, atravesar el río Segre hacia Peramola y allí a los fugitivos se les escondía en masías y casas de campo hasta que llegaran los guías que les pasaban al otro lado, casi todos contrabandistas.

Los días que siguieron a ese 10 de octubre de 1937 los fugitivos vivieron sobre el alambre. Alojados por parejas en distintas pensiones para no despertar recelos, con documentación falsa que tenían que ‘renovar’ (los salvoconductos tenían una validez de 15 días), sufriendo como el resto de los barceloneses los bombardeos de la aviación italiana y viendo cómo cada día que pasaba menguaban los ahorros que eran necesarios para pagar la expedición. Ademas, tenían que dar largos paseos, aunque resultara peligroso, porque sabían que cruzar la frontera clandestinamente requería de una buena forma física.

En una ocasión un contacto no acudió a la cita; en otra los carabineros frustraron una expedición y se había reforzado la vigilancia en la frontera. El tiempo iba pasando y, aunque todos mantenían medidas de seguridad, Josemaría Escrivá de Balaguer ejercía su ministerio sacerdotal en algunos domicilios como el de los Albareda y el de la madre de Francisco Gayé.

Francisco Gayé, en su etapa de director de la sucursal del Banco Hispano Americano en Ejea de los Caballeros.
Francisco Gayé, en su etapa de director de la sucursal del Banco Hispano Americano en Ejea de los Caballeros.
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"El encuentro en las Ramblas fue providencial para el grupo, que no podría haber huido a Francia si no llega a ser por Francisco Gayé –asegura Carlos Urzainqui–. Tomás Alvira le prometió que iría con un sacerdote a su casa y que celebraría misa y confesaría y daría la comunión a su madre. Y así lo hizo. Quedaron en un punto concreto de la playa de Badalona, donde vivían. Desde allí, comprobando que no les habían seguido, se desplazaron a su casa. Pilar Monzón, la madre de Gayé, quedó muy confortada. Días después, cuando ya estaba todo organizado para escapar de la España republicana, los cinco descubrieron que tenían un problema irresoluble. La red les pedía 2.000 pesetas por cada uno de los que ayudaran a pasar los Pirineos. Lograron reunir el dinero, incluso solicitando préstamos. Pero el problema es que esas 2.000 pesetas debían ser de las ‘buenas’". Y es que tras estallar la guerra el Gobierno republicano había impreso mucho dinero y las autoridades franquistas habían anunciado por Radio Nacional que no reconocían los billetes a partir de un determinado número de serie. La red de evasión solo aceptaba dinero que fuera válido en ambas Españas.

"Necesitaban billetes impresos antes de 1936, algo que era casi imposible de conseguir porque todo el mundo los buscaba o se los guardaba, y los que se conservaban en los bancos estaban vigilados –añade Urzainqui–. Alvira le pidió el favor a Gayé, que se jugó la vida. Tuvo que entrar en la caja fuerte del banco varios días para ir cambiando billetes ‘malos’ por billetes ‘buenos’ sin que se notara. En cualquier recuento podría destaparse la operación».

Fue la forma que tuvo el joven de agradecer el gesto que Escrivá de Balaguer había tenido con su madre. Lo más curioso de todo es cómo se comportó después. "Era un hombre sencillo, campechano, al que todo el mundo llamaba Paco o Francisco pero al que nadie trataba con el don –concluye Urzainqui–. Acabada la guerra, podría haber aprovechado su gestión en beneficio propio, pero no lo hizo. Escrivá y Gayé nunca volvieron a verse en persona, al menos de manera pública, y este ni siquiera se lo contó a nadie. Ni a sus sobrinos, ni a su hermana... Si alguna vez se mencionaba al Opus Dei o a Escrivá en su presencia no hacía ningún tipo de comentario. Yo tuve varias conversaciones con su viuda, Carmen Cativiela, y, si ella sabía algo, también se lo calló para siempre".

Un itinerario que hoy es ruta de senderismo

¿Corría verdaderamente peligro la vida de Escrivá de Balaguer en la Barcelona de 1937? Sin duda. El grupo viajaba con documentación falsa y en él había un desertor, un cura, un hijo y hermano de represaliados... Aunque las condiciones en la ciudad condal habían mejorado, en octubre de ese año aún había 200 sacerdotes en distintas cárceles. La cuarta parte del clero catalán había sido asesinado (1.541 sacerdotes, principalmente en los dos primeros meses de guerra), una quinta parte había huido y el resto estaba escondido. Se permitían las misas en condiciones estrictas, aunque nadie acudía a ellas por miedo. Solo se celebraban en la clandestinidad.

Al grupo de Escrivá, que entonces ya había empezado la redacción de su obra emblemática, ‘Camino’, se le unieron otros tres hombres de su círculo, los estudiantes de arquitectura Pedro Casciaro, Francisco Botella y Miguel Fissac, que estaban en Valencia. Tras bajarse del autobús, los ocho estuvieron varios días escondidos en una cabaña de carbonero hasta que el 27 de noviembre fueron a buscarlos. Caminaban de noche, en condiciones durísimas, y se ocultaban durante el día. En la ruta se les unieron otros prófugos más. Así, hasta que en la madrugada del 2 de diciembre llegaron extenuados a San Julián de Loira, en Andorra. Allí se hicieron la foto que acompaña estas líneas. Hoy, su itinerario de 90 kilómetros es una ruta de senderismo señalizada y bautizada como el ‘Paso del Pirineo de San Josemaría’.

Josemaría Escrivá de Balaguer, en el centro, de pie, con sus compañeros, tras llegar a Andorra.
Josemaría Escrivá de Balaguer, en el centro, de pie, con sus compañeros, tras llegar a Andorra.
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"Ese viaje está considerado como uno de los hitos fundacionales del Opus Dei, y muchos de sus fieles lo realizan", señala Carlos Urzainqui. Este historiador mantiene un blog, El Retablillo, en el que publica sus investigaciones, muchas de ellas relacionadas con Villanueva de Gállego. En una entrada se ocupó de la madre de Francisco Gayé, maestra con calle en la localidad, y Josep Masaveu, que estaba preparando el libro ‘Escrivá de Balaguer en Cataluña, 1913-1974’, se puso en contacto con él en busca de información, porque Tomás Alvira, en sus manuscritos relatando la huida a Andorra, contaba la intervención del joven cajero. Ahí se destapó el papel que desempeñó en la huida.

Hubo más aragoneses que prestaron apoyo a Escrivá en su fuga, como José Pou de Foxá, catedrático de Derecho Romano, o Pascual Galbe, magistrado del Tribunal contra el Espionaje y la Alta Traición, que había sido su compañero en la Facultad de Derecho de Zaragoza. Pero todo hubiera sido en balde sin la contribución de Gayé. "Lo que más me llamó la atención de esta historia –asegura Urzainqui– es cómo un hombre aparentemente normal, un antihéroe casi, puede jugarse la vida por otros bajo determinadas circunstancias".

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