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Francisco M. López Serrano, para quien no amanece

En torno a la poesía del poeta, traductor y narrador de Épila, autor de 'El extraño en que habito', premio de la Villa de Cox

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Francisco López Serrano en su biblioteca en su casa de Madrid.
Archivo López Serrano.

Tengo desde hace tiempo la convicción de que la línea de la vida es la diagonal. Me parece ver en la horizontal la línea del sueño, también la de la muerte. Es frecuente ver a Buda, despierto o dormido, en posición horizontal. La vertical es la línea de la elevación, la vía a través de la cual el cráneo humano alza su energía hasta constituir el eje que une la tierra con el cielo. En la iconografía cristiana el que se alza es Cristo, ningún cuerpo más conseguirá por sí mismo esa elevación. La vertical es la línea de los dioses. La línea del hombre se llama diagonal.

Me sorprendió este pensamiento en la catedral de Amberes, ante dos enormes pinturas de Rubens sobre el tema de la elevación de la Cruz. La diagonal en ellas es manifiesta hasta constituirse en estructura del cuadro y línea de fuerzas que el hombre sujeta con sus manos. Por este eje inclinado caminan las manos de los hombres, por él se desliza el sudor y la sangre, por él cae y chorrea lo humano de lo divino. La presión, la potencia, la fuerza, la resistencia, el vigor ocupan esa línea, que es la línea de la multitud, no de lo uno. El hombre está sosteniendo la humanidad, su sudor y su fracaso a través de la diagonal.

Leyendo el poema ‘El viaje de la noche’, que pertenece al libro ‘El extraño en que habito’, poemario con el que Francisco López Serrano consiguió el último Premio Villa de Cox (Pre-textos, 2021), la voz poética, que observa el mundo desde lo alto de su ventana, me ha recordado esa línea diagonal que desde la ventana va tejiendo el esfuerzo del vivir humano, marcado por una intensificación temporal que va creciendo a medida que se define el día: «El amanecer es una tarea colectiva, / una suma de esfuerzos para reavivar / la indecisa claridad del día, como aviva / un enérgico soplo la llama vacilante». (pág. 67)

La diagonal va enlazando los sucesivos instantes del día (o de la noche) impulsada por un nihilismo que caracteriza a la voz poética a lo largo del libro.

Expresión sobria y serena. Invitación a lo clásico (los sonetos brillan a gran altura). Gran poesía que Francisco López Serrano propone frente a tanta superficialidad de lo que hoy no pasa de ser trivial versura

Supongamos que algo nos une a esa voz, supongamos que nos identificamos con ella. Una voz solitaria, insolidaria. Hacemos solos el viaje. Ahora pensamos en Edward Hopper, en sus personajes solitarios en una habitación de hotel esperando que amanezca. Pero sabemos que no es para ellos para quienes amanece. Sabemos que hay un aliento que no sube de lo bajo. Hay un aliento humano, como el de las bestias, ruin y rastrero, y la incapacidad manifiesta de participar uniéndose a él. En estos instantes el libro se define y en lugar de vestirse con los ropajes de la retórica o de la ironía (recursos que Francisco M. López Serrano habría echado mano de ellos en algunos de sus libros anteriores –ya una decena publicados–) se desnuda y se convierte casi en una temblorosa súplica: «He aquí mi cuerpo, / prénsalo, muélelo / para alimentar a esta bestia insaciable». (pág. 30).

Atravesamos puentes con «enigmáticos grafitis « a la espera de un amanecer que no nos corresponde, al que ni siquiera pertenecemos.

¿Para quién amanece? «En esta noche, cuerpo, iluminada hacia el centro de ti, no busca el alba, no amanece el cantor», escribe José Ángel Valente en uno de sus más brillantes libros.

Nos asalta, supongámoslo, un cuadrado negro. Malevich, Reinhardt… y las risueñas auroras que nos excluyen, que no nos aceptan, esa risueña enfermedad que son las auroras, como las denominó Quevedo.

En términos generales, el libro transcurre obediente al tema que lo caracteriza y en el que insiste el poeta de manera sistemática: la metafísica de la nada o la imposibilidad de pertenecer a un mundo cuya naturaleza humana deja mucho que desear. Tal vez se eche en falta una visión más poliédrica de la nada, una nada positiva que añada nuevos matices.

Tema irrenunciable para todo poeta de verdad. Como irrenunciable es el problema del tiempo, en cuyo latido parece apresarse el instante y lo eterno, en cuya superficie nos parece acercarnos a una interpretación del ser entreabierto, que se nos da y se nos niega a un tiempo. Dice Gaston Bachelard al respecto: «En la superficie del ser, en esa región donde el ser quiere manifestarse y quiere ocultarse, los movimientos de cierre y de apertura son tan numerosos, tan frecuentemente invertidos, tan cargados, también, de vacilación, que podríamos concluir con esta fórmula: el hombre es el ser entreabierto». (‘Poética del espacio’).

En numerosos poemas encontramos la precariedad del instante, la nada como única sospecha de realidad, la nada como imposible redención del instante: «Y algún destello de algo / que casi es nada, pero / jamás alcanzará la gloria de ser nada». (pág. 20). «Busco denodadamente la eternidad / en este instante que me contiene y soy». (pág. 28)

Como se comprenderá, la importancia de esa nada encarnada en el instante es enorme, pues se trata de la encarnación de la poesía en el instante, que casi es nada. Resulta curioso fijarse en la figura de Dios, acaso la única realidad capaz de imponerse a la nada… si la figura de Dios no consistiera en otra imagen desvanecida. En realidad, estamos hablando de la encarnación del poeta en su instante precario, que no es otra que la encarnación del hombre en su instante personal, histórico.

Expresión sobria y serena. Invitación a lo clásico (los sonetos brillan a gran altura). Gran poesía que Francisco López Serrano propone frente a tanta superficialidad de lo que hoy no pasa de ser trivial versura.

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