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Pío Baroja por los caminos de Teruel: de Albarracín al Maestrazgo

Viajó por la provincia en 1912, con Ortega y Ciro Bayo, y en 1930, con su sobrino Julio Caro,
y le dedicó tres novelas

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Pío Baroja
Archivo HA.

Ya contó en estas páginas José Luis Melero la accidentada y vana aventura electoral de Pío Baroja, tentado desde Fraga por Miguel Viladrich, que habitaba el castillo de la localidad y pintaba allí sus cuadros. También Baroja (1872-1956) tuvo mucha vinculación con Teruel. Primero a través de su hermano Ricardo, que fue destinado como bibliotecario en el Archivo de Hacienda de Teruel en 1900, al que pudo visitar en 1903, aunque existen algunas dudas de que ese viaje llegase a suceder.

En cambio, sí estuvo el escritor en Teruel en 1912, e hizo el viaje con José Ortega y Gasset, en su coche, y con Ciro Bayo, al que recordábamos hace poco en esta sección por su libro ‘Con Dorregaray, una correría por el Maestrazgo’. Debió ser en este periplo cuando Pío Baroja visitó diversos lugares de la provincia: la capital, Orihuela del Tremedad, Albarracín o Villel, donde sucede una de sus novelas turolenses: ‘La nave de los locos’ (1925), en la que el joven Alvarito Sánchez de Mendoza asume el protagonismo como un trasunto idealizado del autor y despierta a la vida.

Los libros de Pío Baroja tienen siempre un peculiar mestizaje: son ficción, historia, cuaderno de viaje e impresiones del paisanaje. Baroja describe así Albarracín: «Aquel pueblo trágico, fantasmagórico, erguido en un cerro, con aura de ciudad importante, con catedral y sin gente en las calles, ni en las ventas, ni en las puertas, le produjo enorme sorpresa».

En la primavera de 1930, Pío Baroja estuvo en Mirambel, y en distintos lugares del Maestrazgo: la Iglesuela y Cantavieja, pero también Tronchón, Olocau y La Cuba, poblaciones muy cercanas a Mirambel, aunque fue allí, en una modesta fonda donde pernoctó y donde recogió las sensaciones y la documentación para su novela ‘La venta de Mirambel’ (1931), emparentada con otra ficción de ese mismo año: ‘Los confidentes audaces’, que tiene su arranque en otra fonda de Morella y que discurre después como un viaje que atraviesa Peñarroya de Tastavíns, Monroyo, Alcañiz, Híjar, y concluye en Zaragoza.

Acudió allí en un coche Hispano Suiza, conducido por su sobrino Julio Caro Baroja. Baroja se convierte gracias a estos dos libros en un cantor del Maestrazgo y del Matarraña. Se implica en lo que ve y extrae percepciones interesantes de naturaleza, arte e historia. De Mirambel dice: «Es una aldea oscura, amurallada, con aire antiguo, casi de la Edad Media. Su muralla, amarillenta, negruzca, se conserva intacta, sin ninguna brecha, y para entrar en el pueblo es necesario pasar por alguna de sus puertas. Esta muralla gótica tuvo en otro tiempo su camino de ronda, sus matacanes y aspilleras, que después se tapiaron (…) Mirambel ha seguido siendo pueblo cerrado, hierático, misterioso. Parece un animal muerto dentro de su concha».

Del paisaje próximo refiere: «En los barrancos próximos a Mirambel, la frondosidad es poca; nacen en ellos plantas silvestres, carrascas, pinos, robles, enebrales, romerales y pequeños almendros, que en primavera alegran la tierra árida con sus blancas flores». Le deslumbró Cantavieja, a la que acudió varias veces desde su morada en Mirambel.

“En Cantavieja (…) se conservaba la casa de los señores de Zurita, oriundos de Mosqueruela. En aquella casa, después del curato, se guardaba, según se decía, el original de los ‘Anales’, del historiador aragonés Jerónimo Zurita. En la plaza de Cantavieja se veía tallado en piedra el escudo del pueblo con una torre, y sobre ella una mujer vieja cantando».

El libro describe una historia de amor y brujería, en las guerras carlistas. Aparece el general Ramón Cabrera, ‘El tigre del Maestrazgo: «Cabrera tenía por su tipo, por su crueldad, por su ímpetu, algo de africano. Era bilioso, inquieto, cruel y declamador. Su valor, su arrogancia, su genialidad militar y política, su histrionismo, le hacían un hermano del general Prim. Cabrera era un condotiero feroz, teatral y alegre…».

En ‘Los confidentes...’ narra la historia de la fiera o lobo blanco de Beceite, que «fue el terror de los pueblos próximos a la sierra. Decían que sabía cantar y que atraía a los pastores (...) Esta fiera penetraba en los cementerios, desenterraba los cadáveres, llegaba a las cercanías de los pueblos y acometía a los niños».

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