Los tiempos de la justicia

Nuestros políticos, de cualquier signo, deberían trabajar por hacer realidad una justicia más rápida. Una meta que se alcanzaría después de dotarla de los medios adecuados y mejorar las reglas, lo que acabaría modificando dañinas inercias.

Los retrasos en la Justicia son un problema.
Los retrasos en la Justicia son un problema.
ISM

Una justicia tardía no es justicia. Recuerdo, hace ya bastantes años, una sentencia del Tribunal Supremo, dictada quince años después de que comenzara el pleito que enfrentó a varios demandantes contra varios demandados (en total, unas quince personas): cuando el Tribunal Supremo decidió definitivamente, habían fallecido todos los demandantes y todos los demandados que iniciaron el pleito. Es verdad que es un caso extremo, pero demoras de bastantes años son muy normales, y no solo en la jurisdicción civil (contratos, propiedades, herencias...), sino en la contencioso-administrativa (recursos judiciales contra actos, decisiones, resoluciones de cualquier Administración pública) o incluso en la justicia constitucional. En este último campo, por ejemplo, no tiene sentido que haya leyes impugnadas ante el Tribunal Constitucional, y que pasen los años sin que ese recurso se resuelva, con la ley impugnada, quizá inconstitucional, aplicándose con normalidad: desde luego, esto no ocurre en otros países, en los que este tipo de recursos se resuelve en cuestión de meses (y no muchos), incluso por imperativo legal.

El problema no es solo que la justicia tardía no sea justicia, en el caso concreto. El problema es también que genera malas prácticas. Es lo que ocurre, por ejemplo, cuando una Administración pública (y más el político puesto al cargo que el funcionario profesional) adopta resoluciones o toma decisiones arbitrarias, discriminatorias, obviando las reglas legales, y dejando como única opción al administrado la de recurrir a los jueces, para que muchos meses (cuando no años) y muchos euros más tarde, le den la razón, una razón que puede quedarse en nada, porque la vida sigue, y la decisión impugnada ha producido unos efectos que tienen difícil (en ocasiones imposible) marcha atrás: todo esto explica suficientemente el sentido de la conocida maldición ‘pleitos tengas, y los ganes’. Como, además, finalmente quien responde es ese ente abstracto que llamamos ‘Administración’ (en realidad, todos nosotros, que somos los que pagamos con nuestros impuestos), quienes toman esas decisiones legalmente tan endebles carecen de la motivación que supondría el riesgo de tener que responder personalmente por ellas, salvo en los casos más graves.

Lo cómodo, ahora, sería culpar de esta situación a jueces, letrados de la Administración de Justicia, funcionarios de los Juzgados... pero sería tan fácil como injusto. Naturalmente, hay entre ellos, como en todo colectivo, quienes podrían hacer las cosas mucho mejor, pero la gran mayoría cumple con su trabajo, y lo hace bien. Junto a este pilar del sistema (el pilar personal), habría que incidir decisivamente en otros dos condicionantes: el primero, los medios materiales y personales (más jueces, más letrados de la Administración de Justicia, más funcionarios...), lo que quiere decir más dinero en los presupuestos públicos, para atender mejor a algo que debería ser prioritario en cualquier sociedad. Pero llevamos ya dos años sin presupuestos, porque los políticos (y perdóneseme la generalización), están a sus cosas... El segundo condicionante son las reglas: tampoco aquí es fácil encontrar el equilibrio adecuado entre garantías (que equivalen a lentitud: pero a todos nos gusta, cuando nos toca, que nuestros derechos estén bien protegidos) y rapidez en los procedimientos (que si son más rápidos es porque ofrecen menos garantías). Las reglas han ido buscando mayor rapidez en los últimos años, pero en muchos casos eso se ha quedado en (casi) nada porque han faltado los medios.

Quedaría todavía un tercer aspecto, no fácilmente aprehensible: son las inercias, esos modos de hacer, de proceder, de actuar, a los que nos hemos acostumbrado, que nos hacen sentirnos seguros y a los que nos es difícil renunciar, aunque cambien las reglas y haya más medios. De hecho, es mucho más fácil cambiar las reglas que romper las inercias. Es cuestión de tiempo y de voluntad, pero si cambian las reglas, y se disponen los medios, las inercias acaban cediendo.

Nada de esto es fácil, pero es un reto al que una sociedad que se quiere moderna no puede hurtarse: es a esto, y a problemas como este, a lo que deberían dedicarse nuestros políticos de todo signo. Una justicia más rápida, porque le hemos dado los medios humanos y materiales, hemos mejorado las reglas, y hemos conseguido modificar las inercias. Unas malas prácticas en el ámbito de la Administración que vayan desapareciendo porque la rapidez de la justicia las dificulta, pero también porque se asumen las responsabilidades de decisiones tomadas a la ligera o claramente desviadas de la legalidad. Son, ambas, metas por las que vale la pena esforzarse.

Carlos Martínez de Aguirre es catedrático de Derecho civil.