Independencia judicial

El magistrado Manuel Marchena renuncia a presidir el Supremo y el Consejo General del Poder Judicial, y desbarata el pacto PSOE-PP.

El senador del PP, Ignacio Cosidó, en el Senado.
El senador del PP, Ignacio Cosidó, interviene en la sesión de control al Gobierno, esta tarde en el pleno del Senado.
EFE/ Fernando Alvarado

El juez Marchena ha hecho un necesario ejercicio de independencia al renunciar a presidir el Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal Supremo precisamente porque ya era considerado casi un títere después de difundirse que su nombramiento había sido pactado por PSOE y PP. Demuestra así que era insultante que dos partidos designen, sin buscar un amplio consenso y sin la suficiente discreción, quién debe presidir el brazo judicial del Estado.

El poder judicial, en particular los altos tribunales, atraviesa hoy uno de sus momentos de más baja popularidad. Al desprestigio causado por la insólita rectificación del Supremo en la sentencia de las hipotecas se le ha unido el vergonzoso cambalache protagonizado por PP y PSOE para repartirse los vocales del CGPJ. Esta antigua práctica ha alcanzado esta vez un punto de extrema obscenidad, pues se conoció el nombre de quien iba a ser el presidente del Consejo antes incluso de saberse el de los vocales que tenían que elegirlo. Y a este descrédito tampoco han ayudado desafortunadas afirmaciones como la de Ignacio Cosidó, portavoz del PP en el Senado, dando por hecho que su partido iba a controlar el Supremo «desde atrás».

El Parlamento legitima la idoneidad de los vocales del órgano de gobierno de los jueces porque la Constitución prima el principio democrático (a través de las fuerzas políticas) sobre la decisión de los propios profesionales, que representaría un criterio más corporativo e igualmente politizado. Pero eso no implica que los grandes partidos puedan maniobrar de forma chapucera dando la sensación de que no eligen a los jueces más prestigiosos sino a los más dóciles. Es preciso un concurso abierto de méritos, que los aspirantes superen un examen riguroso en las Cortes y, por último, que sean elegidos con el apoyo de al menos la mitad de los grupos parlamentarios. Es decir, un procedimiento más democrático, más justo y más independiente.