Sobre España y Europa

La integración de España en la Unión Europea requiere una actitud más activa por parte de nuestro país. Hay que asimilar las políticas de los países más desarrollados, por un lado, y, por otro, tratar de orientar las medidas de la Unión en un sentido más favorable.

España tiene que adoptar en Europa una actitud más activa.
España tiene que adoptar en Europa una actitud más activa.

Pocos de los grandes países del continente se sienten tan europeos como España. A pesar de que lo hace pasivamente, sin ajustarse a los rasgos de la estructura interna y externa de la Unión que más le convienen ni tratar de modificarlos, como aconseja la experiencia internacional de economías en proceso de integración. Es hora de hacerlo, por lo menos en cuanto se refiere a las políticas económicas de variación de la demanda externa y a la estructura interna de los ingresos públicos.

Respecto de la primera cuestión, está unánimemente aceptado que España, como todos los países de la periferia europea en torno a Alemania, se ha visto muy perjudicada durante la Gran Recesión por la política de austeridad germánica. Esta vez, debido fundamentalmente al mantenimiento de la misma política de contención fiscal alemana, que, al incrementar el valor de la balanza comercial de ese país hasta cerca del 7,5% de su PIB, eleva el valor del euro e impide que España y los otros estados periféricos puedan expandir sus exportaciones, aumentar el empleo, el nivel de vida y reducir la deuda acumulada, como ha dicho Olivier Blanchard, que fue economista jefe del FMI. Todo ello, a pesar de que las infraestructuras alemanas, especialmente sus autopistas, puentes y ferrocarriles, no están al nivel que requiere su economía. Y a que Alemania dificulta la integración fiscal y bancaria europea que, por vía monetaria y fiscal, podría equilibrar los excesos de ahorro e inversión que posee respecto de la periferia de la Unión.

La segunda gran cuestión es la implícita en el hecho de que la estructura de los ingresos públicos españoles es la contraria de la existente en los países más desarrollados de Europa, defecto que solo es atribuible a España. Por supuesto, los impuestos indirectos españoles son más importantes que los directos, capital y trabajo, que tienen niveles cercanos a la media continental, pero lo más significativo y menos comentado es que los ingresos estatales más críticos, no solo por su cuantía, que se acerca al 50% del total, sino por cómo se obtienen, son contraproducentes. Son dos, las cotizaciones sociales y los impuestos energéticos.

Tanto las unas como los otros tienen efectos mucho más distorsionantes que el impuesto sobre el consumo, porque inducen a que las pensiones y los precios eléctricos españoles sean relativamente los mayores de Europa. ¿Por qué se utilizan entonces?, ¿por qué, en España, no se grava el consumo como en Europa y se paga más relativamente por las cotizaciones sociales y todos los impuestos relacionados con la energía?, ¿por qué ha de subvencionar el consumidor a la minería, a las nucleares, a las viejas renovables, etc., que suponen cerca del 55% del precio final de la energía eléctrica, mientras que el impuesto sobre el consumo, que es menos dañino, es el más bajo? Mucho más bajo, un 9% del PIB, porque hay que compensar los excesos en cotizaciones y precios energéticos (5,5% y 3,5% respectivamente). La explicación es que los impuestos indicados son más fáciles de gestionar por el Estado. Un comprador o vendedor de productos baratos de pequeño tamaño, difíciles de trazar, puede intentar realizar un fraude fiscal, pero ningún español querría poner en riesgo su jubilación o el corte de su corriente eléctrica.

En resumen, la política de ingresos públicos en España es escasa y disfuncional, genera pocos recursos y los emplea mal; y la política monetaria y fiscal europea que aplica frena aún más su impulso al crecimiento. Pero no es seguro que, fuera de Europa, España, por sí sola o en combinación con la periferia sudoriental que se está formando, obtuviera mejores resultados. De hecho, desde la Transición, aún no lo ha intentado.

Por consiguiente, la conclusión es obvia: hay que seguir en Europa, pero activamente. Copiando lo que hacen bien los mejores, normalmente los escandinavos, y apoyando a Francia para que logre que los países centrales económicamente, Alemania y Holanda, sean menos egoístas y más inteligentes. Atesorar créditos externos a costa de empeorar sus infraestructuras y retrasar el crecimiento de sus socios preferentes es económicamente torpe, porque a la larga reduce su mercado potencial y desarticula su motor de expansión. Políticamente es aún peor, porque reduce los aliados en su alrededor e incrementa su tradicional vulnerabilidad. Especialmente, si toda esa problemática se puede resolver con una homogeneidad fiscal directa y la integración bancaria, ya previstas en el procedimiento de equilibrio macroeconómico de 2011.

José Ramón Lasuén Sancho es catedrático emérito de Teoría económica, presidente del Club de Roma-Aragón y miembro del Círculo Aragonés de Economía