Sahara exprés

Un tren minero recorre el desierto del norte del país. su trazado está plagado de minas y discurre por una de las rutas de contrabando más peligrosas de África por culpa del yihadismo.

Sahara exprés
Sahara exprés
Rafa Gutiérrez

No hay mayor sensación de libertad que la de viajar sobre un tren de mercancías. Y el más insólito de todos es el Sahara exprés, nombre coloquial del tren que conecta la mina de hematita a cielo abierto de Zouerat con el puerto comercial de Nouadhibou, en el norte de Mauritania. El convoy atraviesa todos los días durante 17 horas los 700 kilómetros que separan la explotación minera de la costa atlántica. Cruzar el desierto sobre los montones de mineral de hierro que llenan los vagones es una experiencia al borde de lo absoluto. Entre las inmensidades silenciosas del cielo y el desierto solo parece existir la línea del tren, que traquetea, choca y ruge una y otra vez, como aquellos gigantescos gusanos de arena que aparecían en ‘Dune’, el clásico de ciencia ficción de Frank Herbert.


Solo el tren parece real. Fuera, únicamente se ve cielo y arena, el espacio vacío, la más apabullante nada de la Tierra. De tanto en tanto se ve un puesto militar, unas chozas de paja de un campamento nómada y las nubes de polvo que levantan los todoterreno cruzando el desierto. Haciendo este trayecto, cuatro jóvenes mineros. De todos, solo Mohammed Salam chapurrea inglés. «El viaje es duro, pero gratis, aprovechamos para sacar un sobresueldo vendiendo algunas cosas en la ciudad y, de paso, visitamos a la familia».


«No dudarían en mataros»

A pesar de que tienen poco, Mohammed y sus compañeros se prestan a compartir la comida y el agua. Insisten en posar frente a la cámara de Rafa y se emocionan casi hasta el llanto cuando el fotógrafo les enseña fotos de nuestras sobrinas. Nos preguntan por Europa, por nuestra familia y nuestras costumbres, mientras avanzamos a través de la inmensidad.


Es la segunda vez que viajamos en el Transahariano. La primera vez que lo hicimos, desde Nouadhibou, fue en el interior del único vagón de pasajeros. El día anterior, el cónsul español en la ciudad nos había advertido del riesgo del yihadismo, una lacra en el país. «La cosa no ha remitido y en cualquier momento puede resurgir», advirtió, para después desearnos suerte con un apretón de manos.


En la estación de Nouadhibou, que no es más que una tórrida explanada de arena y basura, pocos se daban cuenta de que éramos turistas. La mayoría de mauritanos, saharauis y malienses que había por allí nos tomó, con las chilabas y los turbantes, por un par de viajeros magrebíes. Entre los que nos reconocieron estaba Brahim, un joven saharaui que nos llenó de consejos: «Tened cuidado con los malienses. Son gente que huye sin nada a través del desierto. Lo han pasado tan mal que su corazón es una roca. No dudarían un instante en mataros». El vagón es una lata de sardinas llena de gente en la que solo hay una cabina con dos literas erizadas de alambres y las paredes llenas de eslóganes del Frente Polisario.


La travesía es toda una experiencia. Un adelanto de nuestro segundo viaje, esta vez de regreso y sobre el mineral, cosa que conseguimos desobedeciendo al ferroviario. No hacemos caso a sus gritos y corremos, cargados como estamos, más de un kilómetro hasta las vías, a pesar del tremendo calor. Saltamos al tren y constatamos con horror que hemos perdido el agua en la carrera. Nos queda un litro por cabeza para un largo viaje a través del desierto con unas temperaturas difíciles de describir.Luz, calor, libertad y sed

El tren se pone en marcha. Cruzamos entre montañas rojizas y las instalaciones mineras. Al norte aparece un cementerio de locomotoras que fueron destruidas por el Frente Polisario en la guerra que mantuvo con Mauritania entre 1975 y 1979. Cada pocos metros un cartel advierte de que todo el trayecto está plagado de minas. Al final, cualquier viso de civilización desaparece para dar paso al desierto. Notamos la luz, el calor, la sed y una indescriptible sensación de libertad. El polvo de hierro nos llena los pulmones, la nariz, los ojos y la boca. De vez en cuando el tren da golpes y Mohammed nos dice que no nos levantemos, porque cada año muere gente al caerse o al bajar en marcha. Hacemos fotos hasta que la sed es tan grande que solo puedes aguantar quieto y tratar de resistir.


Entrada la noche llegamos a Choum, una aldea en mitad de ninguna parte. A gritos, una aguadora ofrece agua. Corro hacia ella en mitad de un enjambre de pasajeros enloquecidos por la sed. Un reparador trago y al pueblo en busca de algún transporte. No lo hay y quedamos abandonados en un territorio de yihadistas y contrabandistas. Al final, con la ayuda de Alá y no sin sobresaltos, escaparemos de allí. Pero esa es otra historia.